En el principio de los tiempos existía un orden maravilloso! Entonces no existían en el corazón humano esas luchas tremendas que sentimos en nuestro corazón, esas luchas de las cuales decía el Apóstol San Pablo: “Yo siento en mis miembros la ley del pecado que se levanta contra la ley del espíritu que vive en mí ¿Quién no ha sentido el choque tremendo de esas dos leyes en el corazón? Entonces no existían, todo era armonioso en el hombre, la parte inferior y sus frutos maravillosamente sujeta a la parte superior de nuestra alma, y toda el alma sujeta perfectamente a Dios. Nuestra naturaleza era una lira bien templada que cantaba sin cesar las alabanzas a la gloria divina. Vino el pecado y se rompió la armonía, y nosotros heredamos de nuestros padres una naturaleza manchada, que perdió la primitiva armonía y donde siempre hay una lucha sin tregua. La obra de la gracia es restablecer en cuanto lo pide la economía de la redención, algo de la armonía del paraíso, ordenar la parte inferior de nuestra alma sujetándola a la parte superior, ordenar nuestro corazón con todos sus afectos, sujetar toda nuestra alma a Dios nuestro Señor. La obra de la gracia es una obra admirable de orden y de armonía. Pero esa obra es lenta; Dios Nuestro Señor no acostumbra transformar en un instante un alma. ¡Ah, qué lentitud de la acción divina! Poco a poco la gracia va obrando en las almas, poco a poco las almas van haciendo a un lado sus defectos y desarrollando las virtudes, poco a poco se van desprendiendo de las criaturas y se van uniendo a Dios, poco a poco Nuestro Señor las penetra como un perfume celestial hasta que se llega a esa unión estrechísima en la que el alma, con la esposa de los Cantares, puede decir la frase deliciosa: “Mi amado para mí y yo para mi amado” (El Espíritu Santo)