En la fiesta de la Natividad de María

1950
Natividad de María

En concreto, se trata de los textos previstos para la fiesta de la Natividad de María, que desde hace siglos se ha fijado el 8 de septiembre, fecha en la que en Jerusalén fue consagrada la basílica construida sobre la casa de santa Ana, madre de la Virgen.

Son lecturas que contienen siempre una referencia al misterio del nacimiento. Ante todo, en la primera lectura, el estupendo oráculo del profeta Miqueas sobre Belén, en el que se anuncia el nacimiento del Mesías. El oráculo dice que será descendiente del rey David, procedente de Belén como él, pero su figura superará los límites de lo humano, pues «sus orígenes son de antigüedad», se pierden en los tiempos más lejanos, confinan con la eternidad; su grandeza llegará «hasta los últimos confines de la tierra» y así serán también los confines de la paz (cf. Mi 5, 1-4).

Para definir la venida del «Consagrado del Señor», que marcará el inicio de la liberación del pueblo, el profeta usa una expresión enigmática: «Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz» (Mi 5, 2). Así, la liturgia, que es escuela privilegiada de la fe, nos enseña a reconocer que el nacimiento de María está directamente relacionado con el del Mesías, Hijo de David.

El evangelio, una página del apóstol san Mateo, nos ha presentado precisamente el relato del nacimiento de Jesús. Ahora bien, antes el evangelista nos ha propuesto la lista de la genealogía, que pone al inicio de su evangelio como un prólogo. También aquí el papel de María en la historia de la salvación resalta con gran evidencia: el ser de María es totalmente relativo a Cristo, en particular a su encarnación. «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1, 16).

Salta a la vista la discontinuidad que existe en el esquema de la genealogía: no se lee «engendró», sino «María, de la que nació Jesús, llamado Cristo». Precisamente en esto se aprecia la belleza del plan de Dios que, respetando lo humano, lo fecunda desde dentro, haciendo brotar de la humilde Virgen de Nazaret el fruto más hermoso de su obra creadora y redentora.

El evangelista pone luego en escena la figura de san José, su drama interior, su fe robusta y su rectitud ejemplar. Tras sus pensamientos y sus deliberaciones está el amor a Dios y la firme voluntad de obedecerle. Pero ¿cómo no sentir que la turbación y, luego, la oración y la decisión de José están motivados, al mismo tiempo, por la estima y por el amor a su prometida? En el corazón de san José la belleza de Dios y la de María son inseparables; sabe que no puede haber contradicción entre ellas. Busca en Dios la respuesta y la encuentra en la luz de la Palabra y del Espíritu Santo: «La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel», que significa «Dios con nosotros» (Mt 1, 23; cf. Is 7, 14).

Así, una vez más, podemos contemplar el lugar que ocupa María en el plan salvífico de Dios, el «plan» del que nos habla la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. Aquí, el apóstol san Pablo, en dos versículos de notable densidad, expresa la síntesis de lo que es la existencia humana desde un punto de vista meta-histórico: una parábola de salvación que parte de Dios y vuelve de nuevo a él; una parábola totalmente impulsada y gobernada por su amor.

Se trata de un plan salvífico completamente penetrado por la libertad divina, la cual, sin embargo, espera que la libertad humana dé una contribución fundamental: la correspondencia de la criatura al amor de su Creador. Y aquí, en este espacio de la libertad humana, percibimos la presencia de la Virgen María, aunque no se la nombre explícitamente. En efecto, ella es, en Cristo, la primicia y el modelo de «los que aman a Dios» (Rm 8, 28).

En la predestinación de Jesús está inscrita la predestinación de María, al igual que la de toda persona humana. El «Heme aquí» del Hijo encuentra un eco fiel en el «Heme aquí» de la Madre (cf. Hb 10, 7), al igual que en el «Heme aquí» de todos los hijos adoptivos en el Hijo, es decir, de todos nosotros.

Benedicto XVI: Homilía 7 de septiembre 2008