Salmo mesiánico

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Siguiendo la línea interpretativa del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia ha tenido en gran consideración este Salmo (110) como uno de los textos mesiánicos más significativos. Y, de forma eminente, los Padres se refirieron continuamente a él en clave cristológica: el rey cantado por el salmista es, en definitiva, Cristo, el Mesías que instaura el reino de Dios y vence las potencias del mundo; es el Verbo engendrado por el Padre antes de toda criatura, antes de la aurora; el Hijo encarnado, muerto, resucitado y elevado a los cielos; el sacerdote eterno que, en el misterio del pan y del vino, dona la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios; el rey que levanta la cabeza triunfando sobre la muerte con su resurrección. Bastaría recordar una vez más un pasaje también del comentario de san Agustín a este Salmo donde escribe: «Era necesario conocer al Hijo único de Dios, que estaba a punto de venir entre los hombres, para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: él murió, resucitó, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre y realizó entre las naciones cuanto había prometido… Todo esto, por lo tanto, tenía que ser profetizado, tenía que ser anunciado, tenía que ser indicado como destinado a suceder, para que, al suceder de improviso, no provocara temor, sino que más bien fuera aceptado con fe. En el ámbito de estas promesas se inserta este Salmo, el cual profetiza, en términos tan seguros como explícitos, a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que nosotros no podemos dudar ni siquiera mínimamente que en él está realmente anunciado el Cristo» (cf. Enarratio in Psalmum CIX, 3: pl 35, 1447). El acontecimiento pascual de Cristo se convierte de este modo en la realidad a la que nos invita a mirar el Salmo: mirar a Cristo para comprender el sentido de la verdadera realeza, para vivir en el servicio y en la donación de uno mismo, en un camino de obediencia y de amor llevado «hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1 y 19, 30). Rezando con este Salmo, por tanto, pedimos al Señor poder caminar también nosotros por sus sendas, en el seguimiento de Cristo, el rey Mesías, dispuestos a subir con él al monte de la cruz para alcanzar con él la gloria, y contemplarlo sentado a la derecha del Padre, rey victorioso y sacerdote misericordioso que dona perdón y salvación a todos los hombres. Y también nosotros, por gracia de Dios convertidos en «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (cf. 1 P 2, 9), podremos beber con alegría en las fuentes de la salvación (cf. Is 12, 3) y proclamar a todo el mundo las maravillas de aquel que nos «llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (cf. 1 P 2, 9). (Catequesis de Benedicto XVI sobre la Oración)