¡Las almas están enfermas!– Al decir esto no quiero referirme a esa pobre sociedad que agoniza alejada de Dios, agitada y perpleja entre los dos opuestos extremos del materialismo y del ocultismo. Las incertidumbres, las conmociones y angustias, cada día más agudas, nos revelan la profundidad del mal. Lo que llama mi atención en este momento no es esa sociedad que ha dejado ya de ser cristiana para volver a ser pagana; es, sobre todo, la sociedad cristiana, la que se llama y se cree tal, y que de hecho conserva las apariencias y las prácticas de la vida cristiana. Y dentro de esta sociedad me refiero especialmente a las almas que hacen profesión de piedad, a las que por su estado, por inclinación o por vocación, se entregan a los ejercicios de una vida más religiosa. Las miro y veo un gran número cuya existencia languidece en la tibieza. La anemia de las almas es más alarmante que la de los cuerpos. ¡Pobres almas que viven vacilando, apuntaladas con una multitud de pequeñas prácticas y que nunca llegan a tenerse de pie! ¡Tísicos que temen el aire libre, quienes, sin conocerlo ni advertirlo, se ahogan en la atmósfera tibia de un sentimentalismo enervante! ¡Estómagos condenados a las ligeras salsas de las devociones hueras! ¡Ojos acostumbrados a ver solamente en las obscuridades de libros sin doctrina y de frases sin substancia! ¡Cuántas postraciones y cuántas dolencias! Para verse condenadas a semejante régimen, preciso es realmente que la constitución de estas almas esté singularmente atacada. La piedad padece hoy una enfermedad general: carece de substancia y de fondo; le falta el elemento sólido. ¡Es todo tan superficial en algunas almas… y en algunos libros!… ¿Será que la piedad ha seguido el camino descendente del siglo, o que el siglo ha decaído por haberse debilitado la piedad? No lo sé: tal vez han ocurrido ambas cosas. ¿No sería más exacto afirmar que, habiéndose desvirtuado la sal, ha dejado que la tierra se corrompa? “Vosotros sois la sal de la tierra”: estas palabras, dirigidas a los Apóstoles y a los que tienen participación en su ministerio, pueden también ser aplicadas a las almas superiores que por aquella virtualidad amarga, oculta en la piedad, son llamadas a purificar el mundo y a preservarlo de la corrupción. Y si la sal ha perdido su eficacia, ¿con qué se salará? (José Tissot, La vida interior)