Confianza en los méritos de Cristo

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Pero la Pasión y muerte de nuestro divino Redentor nos revelan su eficacia, sobre todo en sus frutos. San Pablo no se cansa de enumerar los beneficios que nos reportan los infinitos méritos adquiridos por el Hombre-Dios con su vida y padecimientos. Cuando habla de ellos, alborózase el gran Apóstol; no encuentra para expresar este pensamiento otros términos que los de abundancia, sobreabundatncia y riquezas, que declara inagotables (Rm 5,17 ss. 1Cor 1, 6-7; Ef 1, 7-8, 18,19; 2,17; 3,18; Col 1,27; 2,2; Fil 4,19; 1Tim 1,14; Tit 3,6). La muerte de Cristo nos redime (1Cor 6,20), «nos acerca a Dios, nos reconcilia con El» (Ef 2, 11-18; Col 1,14), «nos justifica» (Rm 3, 24-27), «nos comunica la santidad y la vida nueva de Cristo» (Tit 2,14; Ef 5,27). Y para resumirlo todo, el Apóstol traza una antítesis entre Cristo y Adán, cuya obra vino a reparar; Adán nos trajo el pecado, la condenación, la muerte; Cristo, segundo Adán, nos devuelve la justicia, la gracia, la vida (1Cor 15,22): «Hemos sido trasladados de la muerte a la vida» (Jn 3,14), «la redención ha sido abundante» (Sal 129,7). «Porque no sucede lo mismo con el don gratuito -la gracia- que con la culpa… y si por la culpa de un solo hombre la muerte reinó aquí abajo, con mayor razón los que reciben la abundancia de la gracia reinarán en la vida únicamente por Jesucristo; donde el pecado había abundado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 15-21; hay que leer todo el pasaje); por eso «no hay condenación para aquellos que quieren vivir unidos a Jesucristo y que han sido reengendrados en El» (ib. 8,1).

Nuestro Señor, al ofrecer a su Padre en nuestro nombre una satisfacción de valor infinito, suprimió el abismo que existía entre el hombre y Dios: el Padre Eterno mira desde entonces con amor a la especie humana, rescatada por la sangre de su Hijo; cólmala, a causa de su Hijo, de todas las gracias que ha menester para unirse a El, «para vivir para El, de la vida misma de Dios». «Para servir al Dios vivo» (Heb 9,14). Así, todo bien sobrenatural que recibimos, todas las luces que Dios nos prodiga, todos los auxilios con que estimula nuestra vida espiritual, nos son concedidos en virtud de la vida, de la pasión y de la muerte de Cristo; todas las gracias de perdón, de justificación, de perseverancia, que Dios da y dará eternamente a las almas de todos los tiempos, tienen su fuente única en la Cruz.

¡Ah! verdaderamente, si «Dios ha amado al mundo hasta darle a su Hijo» (Jn 3,16); «si nos ha arrancado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de su Unigénito, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados» (Col 1, 13-14); «si nos ha amado, continúa San Pablo, a cada uno de nosotros y por nosotros se ha entregado» (Tit 2,14), para dar testimonio del amor que tenía a sus hermanos; si se ha dado a sí mismo con el fin de redimirnos de toda iniquidad y de «formarse, purificándonos, un pueblo que le pertenezca» (ib. 2,14), ¿por qué vacilar todavía en nuestra fe y en nuestra confianza en Jesucristo?- Todo lo ha satisfecho, lo ha saldado y lo ha merecido; sus méritos son nuestros, y he aquí «que somos ricos con todos sus bienes», de modo que si queremos, «nada nos faltará para nuestra santidad». «En El habéis sido enriquecidos de manera que nada os falte de ninguna gracia» (1Cor 1, 5-7).

¿Por qué, pues, se encuentran almas pusilánimes que creen que no es para ellas la santidad, que la perfección está fuera de su alcance, que dicen, cuando se lee o habla de perfección: «Eso no es para mí; nunca podré llegar a la santidad»? ¿Sabéis qué es lo que las hace hablar así?- Su falta de fe en la eficacia de los méritos de Cristo; porque voluntad de Dios es que todos se santifiquen (1Tes 4,3); he aquí el precepto del Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).- Pero con frecuencia olvidamos el plan divino; olvidamos que nuestra santidad es una santidad sobrenatural, cuya fuente se halla en Cristo, nuestro jefe y nuestra cabeza, y de esa manera subestimamos los méritos infinitos, las satisfacciones inagotables de Jesucristo. Sin duda que nada podemos hacer por nosotros mismos en el orden de la gracia y de la perfección; nuestro Señor nos lo dice formalmente: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5); y San Agustín, comentando este texto, añade: «Ni poco ni mucho puede realizarse» [Sive parum, sive multum, sine illo fieri non potest sine quo nihil fieri potest. Trat. sobre San Juan 81,3]. ¡Es esto tan verdadero! Ora se trate de cosas grandes, ora de cosas pequeñas, nada podemos hacer sin Cristo. Pero al morir por nosotros, Cristo nos ha dejado franco el acceso hasta su Padre, un acceso libre y expedito (Ef 2,18; 3,12); por su mediación no hay gracia a que no podamos aspirar. Almas de poca fe, ¿por qué dudamos de Dios, de nuestro Dios?