El corazón de cada cristiano debería representar, en miniatura, a la Iglesia católica, puesto que el mismo Espíritu hace, tanto de la Iglesia entera como de cada uno de sus miembros, el Templo de Dios. De la misma manera que se debe a él la unidad de la Iglesia, asimismo es él quien hace que el alma sea una, a pesar de sus diversos gustos y facultades, de sus tendencias contradictorias.
De igual manera que el Espíritu da la paz a todas las naciones que, por su misma naturaleza, disienten unas de otras, así pone al alma en un sometimiento ordenado y establece que la razón y la conciencia sean soberanas y tengan sometidos los aspectos inferiores de nuestra naturaleza. Y estemos ciertos de que estas dos operaciones de nuestro divino Consolador dependen la una de la otra. Mientras los cristianos no busquen la unidad y la paz en su propio corazón, jamás la Iglesia estará en paz y unidad en el seno de este mundo que la envuelve. Y mientras la Iglesia en todo el mundo esté en este lamentable estado de desorden que constatamos, no habrá particularmente ningún país, simple porción de esta Iglesia, que no se encuentre él mismo en un estado de gran confusión religiosa.