Generosidad

2133

GENEROSIDAD

1012. Sin espíritu de sacrificio, sin una vida de oración, sin una actitud de arrepentimiento íntimo, no seríamos capaces de llevar a término nuestra tarea.

No nos alimentamos para dar satisfacción a nuestros sentidos sino para mostrar a nuestro Señor que queremos trabajar por Él y con Él, para vivir una vida de sacrificio y de reparación.

Creo que era san Vicente de Paúl quien decía a los que deseaban entrar en su congregación: -«Jamás olvidéis, hijos míos, que los pobres son nuestros amos. Por tal razón debemos amarlos y servirles con profunda veneración, y hacer lo que nos pidan».

¿No os percatáis de que pudiera ocurrir que tratemos a los pobres como un saco para desperdicios, en el que damos cabida a todo lo que no nos sirve? ¿Que un alimento no nos gusta o se está poniendo rancio? ¡Al saco de los desperdicios! Mercancías perecederas que han superado la fecha de caducidad y nos da miedo consumir van al saco de los desperdicios; en otras palabras, se las damos a los pobres. Una prenda de vestir que ha pasado de moda y no nos gusta llevar, ¡para los pobres! Todo esto no implica el menor respeto a los pobres. Esto no es considerarlos nuestros amos, como pedía san Vicente de Paúl a sus religiosos, sino situarlos por debajo de nuestro nivel.

Una noche, un hombre vino a nuestra casa para decirme que una familia hindú con ocho hijos llevaba varios días sin probar bocado. No tenían nada que comer. Tomé una porción suficiente de arroz y me dirigí a su casa. Pude ver sus caras de hambre, a los niños con sus ojos desencajados. Difícilmente hubiera podido imaginar visión más impresionante. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos mitades, y se fue. Cuando unos instantes después estuvo de regreso, le pregunté: —¿A dónde ha ido? ¿Qué ha hecho? Me contestó: —También ellos tienen hambre. «Ellos» eran la familia de al lado: una familia musulmana con el mismo número de hijos que alimentar y que también carecían por completo de comida. Aquella madre estaba al tanto de la situación. Tuvo el coraje y el amor de compartir su escasa porción de arroz con otros. A pesar de las condiciones en que se encontraba, creo que se sintió muy feliz de compartir con sus vecinos algo de lo que yo le había llevado. Para no privarla de su felicidad, aquella noche no le llevé más arroz. Lo hice al día siguiente.

Hace algunos años, Calcuta vivió una gran escasez de azúcar. Un día, un niño de cuatro años vino a verme con sus padres. Me traían un pequeño envase con azúcar. Al tiempo que me hacía entrega de él, el pequeño me dijo: —He pasado tres días sin probar azúcar. Toma. Es para tus niños. Aquel pequeñuelo amaba con un amor grande. Lo había manifestado con un sacrificio personal. Quiero aclararlo: no tendría más de tres o cuatro años. Le costaba pronunciar mi nombre. No me resultaba conocido. No recordaba haberlo visto nunca. Tampoco me había encontrado con sus padres. El niño tomó aquella decisión tras haber oído hablar a los mayores de mi situación.

Alguien preguntó a un hindú quién era, para él, un cristiano. El hindú contestó: —El cristiano es alguien que se da.

Sólo os pido una cosa: no os canséis de dar, pero no deis las sobras. Dad hasta sentirlo, hasta que os duela. Abrid vuestros corazones al amor que Dios vuelca en ellos. Dios os ama con ternura. Lo que Dios os da no es para que lo ocultéis ni lo defendáis bajo llave. Os lo da para que lo compartáis. Cuando más os lo queráis quedar, menos seréis capaces de dar. Cuanto menos tengáis, más capaces seréis de compartir. Pidamos a Dios, cuando tengamos ganas de pedirle algo, que nos ayude a ser generosos.

Si alguien da una ración de arroz a un pobre en la India, éste se sentirá satisfecho y feliz. Los pobres de Europa no aceptan su pobreza, que para muchos de ellos se trueca en fuente de desesperación.

Era ya tarde, hacia las diez de la noche, cuando sonó el timbre. Bajé a abrir y me encontré con un hombre tiritando de frío. —Madre Teresa—me dijo—, he oído que le han concedido un premio importante. Al oírlo, tomé la decisión de ofrecerle algo yo también. Aquí está: es lo que he recaudado en todo el día. Era más bien poco, pero en su caso lo era todo. Os aseguro que me conmovió más que el Premio Nobel.

Un día, una joven pareja vino a nuestra casa y preguntó por mí. Me hicieron entrega de una gran suma de dinero. Les pregunté: —¿Dónde habéis recaudado tal cantidad de dinero? Me contestaron: —Hace dos días que hemos contraído matrimonio. Con anterioridad al hecho, habíamos decidido no celebrar ningún banquete, ni comprar traje de novios. Renunciamos también al viaje de bodas. Nos propusimos obsequiarle el dinero ahorrado. Yo sabía bien lo que representaba semejante decisión, sobre todo para una familia hindú. Por eso les pregunté: —Pero ¿cómo se os ocurrió algo semejante? —Nos amamos tanto el uno al otro—me dijeron—, que nos propusimos compartir nuestro amor con aquellos a quienes usted sirve. Compartir: ¡qué cosa más hermosa!

Debemos aprender a dar. Pero no debemos ver el dar como una obligación sino como algo apetecible. De ordinario digo a nuestros colaboradores: —No tengo necesidad de vuestras sobras. No quiero que me deis lo que no necesitáis. Nuestros pobres no tienen necesidad de vuestra condescendencia ni de vuestra compasión. Lo que necesitan es vuestro amor y vuestra bondad.

Si nos preocupamos demasiado de nosotros mismos, no nos quedará tiempo para los demás.

No hace mucho recibí una hermosa carta y un consistente donativo de un niño italiano que acababa de hacer la Primera Comunión. En la carta me explicaba que antes de la Primera Comunión había pedido a sus padres que no le comprasen un traje especial y que se abstuviesen de una comida especial de celebración. Añadió que había pedido asimismo a sus parientes y amigos que no le hiciesen ningún regalo con tal motivo. Había decidido renunciar a todo a cambio de poder ahorrar dinero para ofrecerlo a la Madre Teresa. Fue una espléndida muestra de generosidad por parte de aquel niño. Vi en ello una disponibilidad para el sacrificio, para privarse de algo.

Una gran parte de lo que recibimos procede de los niños. Es fruto de sus sacrificios, de sus pequeños gestos de amor.

Nunca debemos darnos por satisfechos: Jesús lo dio todo, hasta la última gota de su sangre. Hagamos lo mismo nosotros también: démoslo todo.

Jamás he visto cerrárseme puerta alguna. Creo que eso ocurre porque ven que no voy a pedir, sino a dar.

La generosidad disminuye cuando se debilita el espíritu de penitencia. No estamos llamados a realizar grandes penitencias sino que debemos aceptar las pequeñas penitencias de cada días que acercan el alma a Dios y Dios al alma.