«Tú eres el único Señor».

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Tú eres en verdad el único Señor, tú, cuyo dominio sobre nosotros es nuestra salvación; y nuestro servicio a ti no es otra cosa que ser salvados por ti.

¿Cuál es tu salvación, Señor, origen de la salvación, y cuál tu bendición sobre tu pueblo, sino el hecho de que hemos recibido de ti el don de amarte y de ser por ti amados?

Por esto has querido que el Hijo de tu diestra, el hom­bre que has confirmado para ti, sea llamado Jesús, es decir, Salvador, porque él salvará a su pueblo de los peca­dos, y ningún otro puede salvar.

Él nos ha enseñado a amarlo cuando, antes que nadie, nos ha amado hasta la muerte en la cruz. Por su amor y afecto suscita en nosotros el amor hacia él, que fue el pri­mero en amarnos hasta el extremo.

Así es, desde luego. Tú nos amaste primero para que nosotros te amáramos. No es que tengas necesidad de ser amado por nosotros; pero nos habías hecho para algo que no podíamos ser sin amarte.

Por eso, habiendo hablado antiguamente a nuestros padres por los profetas, en distintas ocasiones y de muchas maneras, en estos últimos días nos has hablado por medio del Hijo, tu Palabra, por quien los cielos han sido consolidados y cuyo soplo produjo todos sus ejércitos.

Para ti, hablar por medio de tu Hijo no significó otra cosa que poner a meridiana luz, es decir, manifestar abiertamente, cuánto y cómo nos amaste, tú que no per­donaste a tu propio Hijo, sino que lo entregaste por todos nosotros. Él también nos amó y se entregó por nosotros.

Tal es la Palabra que tú nos dirigiste, Señor: el Verbo todopoderoso, que, en medio del silencio que mantenían todos los seres –es decir, el abismo del error–, vino desde el trono real de los cielos a destruir enérgicamente los errores y a hacer prevalecer dulcemente el amor.

Y todo lo que hizo, todo lo que dijo sobre la tierra, has­ta los oprobios, los salivazos y las bofetadas, hasta la cruz y el sepulcro, no fue otra cosa que la palabra que tú nos dirigías por medio de tu Hijo, provocando y suscitando, con tu amor, nuestro amor hacia ti.

Sabías, en efecto, Dios creador de las almas, que las almas de los hombres no pueden ser constreñidas a ese afecto, sino que conviene estimularlo; porque donde hay coacción, no hay libertad, y donde no hay libertad, no existe justicia tampoco.

Quisiste, pues, que te amáramos los que no podíamos ser salvados por la justicia, sino por el amor; pero no podíamos tampoco amarte sin que este amor procediera de ti. Así pues, Señor, como dice tu apóstol predilecto, y como también aquí hemos dicho, tú nos amaste primero y te adelantas en el amor a todos los que te aman.

Nosotros, en cambio, te amamos con el afecto amoroso que tú has depositado en nuestro interior. Por el contrario, tú, el más bueno y el sumo bien, amas con un amor que es tu bondad misma, el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, el cual, desde el comienzo de la creación, se cierne sobre las aguas, es decir, sobre las mentes fluctuantes de los hombres, ofreciéndose a todos, atrayendo hacia sí a todas las cosas, inspirando, aspirando, protegiendo de lo dañino, favoreciendo lo beneficioso, uniendo a Dios con nosotros y a nosotros con Dios.

Tratado sobre la contemplación de Dios 9-11