Necesitamos considerar bien tres cosas en este santo sacrificio; las tres son una gran verdad. Estoy cierta, sin que me quepa la menor duda, de que el alma que vea la verdad de estas tres cosas, al considerar cómo ha sido amada, no podrá menos de sentirse súbitamente inflamada en amor.
Necesita el alma adentrarse en Dios-hombre y mirar lo que Dios ha dispuesto en este santo sacrificio.
Considere también en este inefable amor cómo Dios-hombre inventó la manera de quedarse con nosotros. Por eso, dispuso este santo sacrificio; no sólo como recuerdo de su muerte, que es nuestra salvación. Lo inventó también para quedarse íntegramente su persona con nosotros para siempre. Quien quiera penetrar en esta profundidad habrá de tener buenos ojos.
Ahora comienzo a hablar de tres cosas que debemos ver, es decir, de la doble dimensión que tiene Dios- hombre y cómo el alma entra a ver los dos aspectos.
Uno es aquel inefable amor que nos tenía; cómo se nos entrega por completo y con amor entrañable para siempre.
El otro aspecto es ver el inefable dolor que por nosotros sentía en el retorno, es decir, cuando iba a ausentarse de nosotros por muerte tan, dolorosa, y cómo debía pasar por aquellos sufrimientos inefablemente agudos, hasta quedar abandonado. Me parece que deben ahondar en esta verdad los que quieren celebrar y recibir este sacrificio.
No pase de aquí el alma, deténgase tranquila. Es benignísimo aquel aspecto por el que Dios-hombre se relaciona con el género humano; hay que fijarse bien en aquel amor con que él mismo determinó entregarse a nosotros en este santísimo sacramento.
Notad y ved quién es el que quiere quedarse en este santísimo sacrificio. Nadie se extrañe de que pueda estar en todos los altares, aquí y en ultramar, aquí como allí y del mismo modo en ambos. Pues él dijo: Vosotros no podéis comprenderme. Yo os hice sin vosotros; nada es imposible para mí, y, por eso, encogeos de hombros cuando no lo entendáis.
¿Qué alma habría tan endurecida que viendo esta mirada amorosísima y filial no se transforme al instante en amor?
Y ¿qué alma habrá que viendo aquella mirada dolorida y amarga y como haya de ser abandonada a los sufrimientos más espantosos, visibles e invisibles, no se entregará al punto toda entera en aquel sufrimiento?
¿Qué alma habrá tan falta de amor que viendo cómo ha sido amada y viendo cómo el Señor dispuso quedarse con nosotros en este santísimo sacrificio no se transforma a sí misma plenamente en este amor?
Cierto. Su amor por nosotros era inmenso. Tenía presente la muerte, los dolores más agudos; inefables, mortales y totalmente incomprensibles; concentrados allí los dolores de alma y cuerpo. Sin embargo, como olvidándose de sí mismo, cedió ante todo esto ¡Tan grande era el amor que nos tenía! Lo dispone el amor divino que estrecha junto a sí a los que ama, va más allá de sí mismo y de todo lo creado y está plenamente en el increado. Entonces el alma alcanza a entender que era la Santísima Trinidad quien disponía de este santo sacrifico.
Entonces vuelve el alma a considerar este aspecto de Dios-hombre, es decir, la presencia de su muerte y de todos sus dolores. El alma se transfigura en sufrimiento considerando el dolor inmenso del amado en abandono; cómo se había transformado en amor considerando aquel Amor. Viendo, pues, el alma aquel aspecto amargo, se transforma toda entera en sufrimiento, sin el menor alivio de consuelo se convierte en dolor.
Todos los que quieren ser hijos fidelísimos de este santo sacrificio perseveren en la contemplación de esta verdad. Por la consideración de la amargura él se hacía todo presente en nosotros; mirándonos con su inmenso amor filial estaba en nosotros y nosotros sólo en él. Sin la presencia del amargor y dolor sería tanto el gozo y la alegría por el amor que desfallecería el alma; y si no hubiese presencia de aquel amor filial sería tanto el dolor y amargura que el alma desfallecería. Uno y otro se equilibran.