Nuestra ofrenda a Dios

1989

El sacrificio puro y acepto a Dios es la oblación de la Iglesia, que el Señor mandó que se ofreciera en todo el mundo, no porque Dios necesite nuestro sacrificio, sino porque el que ofrece es glorificado él mismo en lo que ofrece, con tal de que sea aceptada su ofrenda. La ofren­da que hacemos al rey es una muestra de honor y de afecto; y el Señor nos recordó que debemos ofrecer nues­tras ofrendas con toda sinceridad e inocencia, cuando dijo: Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas con­tra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a pre­sentar tu ofrenda. Hay que ofrecer a Dios las primicias de su creación, como dice Moisés: No te presentarás al Se­ñor, tu Dios, con las manos vacías; de este modo, el hom­bre, hallado grato en aquellas mismas cosas que a él le son gratas, es honrado por parte de Dios.

 Y no hemos de pensar que haya sido abolida toda clase de oblación, pues las oblaciones continúan en vigor ahora como antes: el antiguo pueblo de Dios ofrecía sacrificios, y la Iglesia los ofrece también. Lo que ha cambiado es la forma de la oblación, puesto que los que ofrecen no son ya siervos, sino hombres libres. El Señor es uno y el mismo, pero es distinto el carácter de la oblación, según sea ofrecida por siervos o por hombres libres; así la obla­ción demuestra el grado de libertad. Por lo que se refiere a Dios, nada hay sin sentido, nada que no tenga su sig­nificado y su razón de ser. Y, por esto, los antiguos hom­bres debían consagrarle los diezmos de sus bienes; pero nosotros, que ya hemos alcanzado la libertad, ponemos al servicio del Señor la totalidad de nuestros bienes, dándo­los con libertad y alegría, aun los de más valor, pues lo que esperamos vale más que todos ellos; echamos en el cepillo de Dios todo nuestro sustento, imitando así el des­prendimiento de aquella viuda pobre del Evangelio.

 Es necesario, por tanto, que presentemos nuestra ofren­da a Dios y que le seamos gratos en todo, ofreciéndole, con mente sincera, con fe sin mezcla de engaño, con firme esperanza, con amor ferviente, las primicias de su crea­ción. Esta oblación pura sólo la Iglesia puede ofrecerla a su Hacedor, ofreciéndole con acción de gracias del fruto de su creación.

 Le ofrecemos, en efecto, lo que es suyo, significando, con nuestra ofrenda, nuestra unión y mutua comunión, y proclamando nuestra fe en la resurrección de la carne y del espíritu. Pues, del mismo modo que el pan, fruto de la tierra, cuando recibe la invocación divina, deja de ser pan común y corriente y se convierte en eucaristía, compues­ta de dos realidades, terrena y celestial, así también nues­tros cuerpos, cuando reciben la eucaristía, dejan ya de ser corruptibles, pues tienen la esperanza de la resurrección.

Contra las herejías 4,18,1-2.4.5