Tornando a las dos cosas de que has de tener tristeza, la primera tristeza es del pecado, la cual comúnmente suele ser en desplacer de haber ofendido a Dios; empero, si esta tristeza es la verdadera contrición que Dios infunde y causa en el ánima, es un dolor muy grande que quiere romper el corazón, y revienta o resulta en lágrimas de mucha amargura, con tanta ansia y fatiga, que a las veces está el que esto tiene medio pasmado, que no puede mandar sus miembros como quiere; mas la lengua se queda muy despierta, con la cual dice mil lástimas contra sí mismo, conociendo su pecado; y no tiene entonces en su corazón sino la memoria de su culpa y la de Dios, a quien ofendió sin otro respeto alguno; y es tan verdadero y tan intenso y grande este dolor que aquí se siente, que ninguno otro de los desastres que nos suelen acaecer se puede a él comparar. El cual, por estar en vivo en el corazón, se suele mover muy de presto y con muy pequeña ocasión, mas luego retrae el corazón a las dos consideraciones primeras, que son la culpa propia y Dios, contra el cual fue hecha.
Y este dolor de contrición, cuando es dado de Dios al corazón, por ser tan arraigado en el ánima, no se cura de agravar el pecado para más dolerse de él, sino ruega a Dios que haga justicia de la maldad contra él cometida, y conoce el hombre entonces que ninguna pena que le diese bastaría según su culpa. Y de todas estas cosas engéndrase en las entrañas del ánima un contentamiento que procede del dolor, el cual es causa que nunca en ella desee dejar de se doler; y mientras más se duele, crece más aquel contentamiento y quédale aún hambre y deseo de más aflicción por su pecado. La cual aflicción y dolor voluntario ha crecido tanto en alguna persona, que le hizo decir a voces sus pecados y quejarse a grandes gritos del gran dolor que sentía de ellos.
Ésta es la verdaderísima contrición; la cual se dice en la Escritura grande así como la mar, porque en ella peligran y se ahogan todos los pecados en cuanto a la culpa y a la pena, y porque, no quedando alguno de ellos, salen a la ribera de la boca por la confesión ya muertos.
De esta tristeza se puede entender aquello que dice San Pablo a los corintios (2 Cor 7,9): Ahora me gozo, no porque fuisteis contristados, mas porque fuisteis contristados a penitencia, que fuisteis contristados según Dios, para que en ninguna cosa padezcáis detrimento de nosotros. Donde la tristeza que es según Dios obra penitencia para salud estable; empero, la tristeza del siglo obra muerte, porque veis aquí lo mismo que os contristó según Dios cuánta solicitud obra en vosotros, y defensión e indignación contra los malos, y temor y deseo y remedamiento y venganza que tomáis de vosotros mismos. Y el profeta Baruc dice de esta tristeza a Dios (Bar 2,17-18): Abre, Señor, tus ojos y mira, que los muertos que están en el infierno, cuyo espíritu es recibido de las entrañas de él, no te darán honra ni justificación, sino el ánima que está triste sobre la grandeza del mal y anda corva y enferma desfalleciendo sus ojos, y el ánima hambrienta de gloria a ti y justicia al Señor.
Mucho habría que decir sobre el Apóstol y el profeta; mas porque de principal intento no tratamos aquí de la contrición, pasaremos adelante, y decimos que, si fuese cosa posible a los hombres, sería mejor carecer de esta tristeza que tenerla, y esto cesando la causa de ella, que es el pecado; empero, quién hay que pueda decir con el santo Job (Job 27,3-6): Hasta que muera no me apartaré de mi inocencia; la justificación mía que comencé no dejaré de tener, porque ni mi corazón me reprehendió en toda mi vida. No creo que hay en el mundo quien no tenga necesidad de la tristeza sobredicha; empero, si a dicha hubiese alguno, podríamos decir de él (Eclo 14,1): Bienaventurado es el varón que no cayó con la palabra de su boca y no es estimulado en la tristeza del delito.
Tercer abecedario espiritual. Capítulo V, de las lágrimas de los perfectos