La preeminencia de la caridad

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¿Por qué, hermanos, nos preocupamos tan poco de nuestra mutua salvación, y no procuramos ayudarnos unos a otros en lo que más urgencia tenemos de prestar­nos auxilio, llevando mutuamente nuestras cargas, con espíritu fraternal?

Así nos exhorta el Apóstol, diciendo: Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo; y en otro lugar: Sobre­llevaos mutuamente con amor. En ello consiste, efectiva­mente, la ley de Cristo.

Cuando observo en mi hermano alguna deficiencia in­corregible –consecuencia de alguna necesidad o de algu­na enfermedad física o moral–, ¿por qué no lo soporto con paciencia, por qué no lo consuelo de buen grado, tal como está escrito: Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán?

¿No será porque me falta aquella caridad que todo lo aguanta, que es paciente para soportarlo todo, que es benigna en el amor?

Tal es ciertamente la ley de Cristo, que, en su pasión, soportó nuestros sufrimientos y, por su misericordia, aguantó nuestros dolores, amando a aquellos por quienes sufría, sufriendo por aquellos a quienes amaba.

Por el contrario, el que hostiliza a su hermano que está en di­ficultades, el que le pone asechanzas en su debilidad, sea cual fuere esta debilidad, se somete a la ley del diablo y la cumple. Seamos, pues, compasivos, caritativos con nuestros hermanos, soportemos sus debilidades, tratemos de hacer desaparecer sus vicios.

Cualquier género de vida, cualesquiera que sean sus prácticas o su porte exterior, mientras busquemos sincera­mente el amor de Dios y el amor del prójimo por Dios, será agradable a Dios.

La caridad ha de ser en todo mo­mento lo que nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están. Ella es el prin­cipio por el cual y el fin hacia el cual todo debe ordenarse. Nada es culpable si se hace en verdad movido por ella y de acuerdo con ella.

Quiera concedérnosla aquel a quien no podemos agra­dar sin ella, y sin el cual nada en absoluto podemos, que vive y reina y es Dios por los siglos inmortales. Amén.

Sermón 31