Una de las excelentes catequesis del Hijo de Dios es la que dio en Samaria, a mediodía bajo un ardiente sol, que del cielo recibió la luz de este sol que estaba en la tierra. La catequesis se dio entre Jesús y una mujer sola, en ausencia de los apóstoles. Esa catequesis es admirable en esas circunstancias, con esas palabras, con esos efectos, porque contiene en pocas palabras los más altos misterios de salvación, anunciadas por él mismo para la salvación de una simple mujer, que sólo piensa en las cosas de la tierra y que busca nada más el agua que está en el fondo del pozo de Jacob, esa agua que la puede saciar de su sed corporal.
En un momento él la saca de su error a la verdad, de la culpa a la gracia, de la perdición a la salvación, de su ignorancia de Dios al conocimiento y adoración del hijo de Dios en la tierra, es decir al conocimiento más alto y más necesario que hubo entonces en el mundo: el misterio de la encarnación […].
Pero entre todas las palabras, hay una que merece ser considerada, de ser adorada, de ser penetrada por nuestros espíritus: esas donde Jesús le dice a la mujer: «Si supieras el don de Dios». Porque esa palabra expresa un suspiro y una fatiga del Hijo de Dios, que está encantado por la excelencia de esa verdad y a la vez sufre porque el mundo la ignora, ¡tan grande e importante es para la salvación de la tierra! Y nos toca a nosotros adorar el pensamiento, el dolor, la fatiga y los sentimientos del Hijo de Dios, y penetrar esta verdad que nos es dicha a través de la persona de esta pobre samaritana.
Sabemos de cosas mediocres y pequeñas en la tierra, y buscamos aquí vanidades y curiosidades, pero no hay ninguna verdad más grande y más útil que la que aquí se propone: «si conocieras el don de Dios»; ninguna palabra por la que el Hijo de Dios tiene más ardor y deseo para la salvación del mundo.