Éste es mi Hijo, el amado

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Nos refiere el texto evangélico que el Señor acudió al Jordán para bautizarse y que allí mismo quiso verse consagrado con los misterios celestiales.

Era, por tanto, lógico que después del día del nacimien­to del Señor –por el mismo tiempo, aunque la cosa suce­diera años después– viniera esta festividad, que pienso que debe llamarse también fiesta del nacimiento.

Pues, entonces, el Señor nació en medio de los hombres; hoy, ha renacido en virtud de los sacramentos; entonces, le dio a luz la Virgen; hoy, ha vuelto a ser engendrado por el misterio. Entonces, cuando nació como hombre, María, su madre, lo acogió en su regazo; ahora, que el misterio lo engendra, Dios Padre lo abraza con su voz y dice: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto; escuchadlo. La madre acaricia al recién nacido en su blando seno; el Padre acude en ayuda de su Hijo con su piadoso testimonio; la madre se lo presenta a los Magos para que lo adoren, el Padre se lo manifiesta a las gentes para que lo veneren.

De manera que tal día como hoy el Señor Jesús vino a bautizarse y quiso que el agua bañase su santo cuerpo.

No faltará quien diga: «¿Por qué quiso bautizarse, si es santo?» Escucha. Cristo se hace bautizar, no para santificarse con el agua, sino para santificar el agua y para purificar aquella corriente con su propia purificación y mediante el contacto de su cuerpo. Pues la consagración de Cristo es la consagración completa del agua.

Y así, cuando se lava el Salvador, se purifica toda el agua necesaria para nuestro bautismo, y queda limpia la fuente, para que pueda luego administrarse a los pueblos que habían de venir a la gracia de aquel baño. Cristo, pues, se adelanta mediante su bautismo, a fin de que los pueblos cristianos vengan luego tras él con confianza.

Así es como entiendo yo el misterio: Cristo precede, de la misma manera que la columna de fuego iba delante a través del mar Rojo, para que los hijos de Israel siguieran intrépidamente su camino; y fue la primera en atravesar las aguas, para preparar la senda a los que seguían tras ella. Hecho que, como dice el Apóstol, fue un símbolo del bautismo. Y en un cierto modo aquello fue verdaderamente un bautismo, cuando la nube cubría a los israelitas y las olas les dejaban paso.

Pero todo esto lo llevó a cabo el mismo Cristo Señor que ahora actúa, quien, como entonces precedió a través del mar a los hijos de Israel en figura de columna de fuego, así ahora, mediante el bautismo, va delante de los pueblos cristianos con la columna de su cuerpo. Efectivamente, la misma columna, que entonces ofreció su resplandor a los ojos de los que la seguían, es ahora la que enciende su luz en los corazones de los creyentes: entonces, hizo posible una senda para ellos en medio de las olas del mar; ahora, corrobora sus pasos en el baño de la fe.

(San Máximo de Turín, Sermón en la Epifanía 100,1,3)