El Amor habla por el Hijo

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La principal causa por la cual en la ley antigua eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y revela­ciones de Dios, era porque entonces no estaba aún funda­da la fe ni establecida la ley evangélica; y así, era menes­ter que preguntasen a Dios y que él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en figu­ras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de sig­nificaciones. Porque todo lo que respondía y hablaba y obraba y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas tocantes a ella o enderezadas a ella. Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aque­lla manera, ni para qué él hable ya ni responda como entonces.

Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo –que es una Palabra suya, que no tiene otra–, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar.

Y éste es el sentido de aquella autoridad, con que san Pablo quiere inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y maneras, ahora a la postre, en estos días, nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez.

En lo cual da a entender el Apóstol, que Dios ha queda­do ya como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha habla­do en él todo, dándonos el todo, que es su Hijo.

Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera: «Si te tengo ya hablado todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa que te pueda revelar o res­ponder que sea más que eso, pon los ojos sólo en él; por­que en él te lo tengo puesto todo y dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas.

Porque desde el día que bajé con mi espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo: Éste es mi amado Hijo en que me he complacido; a él oíd, ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a el; oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era pro­metiéndoos a Cristo; y si me preguntaban, eran las pre­guntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles».

Subida al monte Carmelo 22, 3-4