Al ver al mundo oprimido por el temor, Dios procura continuamente llamarlo con amor; lo invita con su gracia, lo atrae con su caridad, lo abraza con su afecto.
Por eso lava con las aguas del diluvio a la tierra que se había pervertido y constituye a Noé padre de la nueva generación, le brinda su amistad, le habla amablemente, le indica lo que debe hacer y lo consuela, prometiéndole su favor para el futuro. Deja luego de darle órdenes y, tomando parte él mismo en la tarea, ayuda a encerrar en el arca a aquella descendencia que había de perdurar por todos los tiempos, para que este amor, que se manifestaba participando en aquel trabajo, borrara todo temor, que es propio de la esclavitud, y para que así esta comunidad de amor conservara lo que había sido salvado por el trabajo en común.
Por eso llama también luego a Abrahán de entre los paganos, engrandece su nombre, lo hace padre de la fe, lo acompaña en el camino, lo cuida durante su permanencia en un país extranjero, lo enriquece con toda clase de bienes, lo honra con triunfos, lo regala con promesas, lo libra de las injurias, lo consuela haciéndose su huésped y, contra toda esperanza, le concede milagrosamente un hijo; para que, colmado con tantos beneficios y atraído con tantas pruebas de la caridad divina, aprenda a amar a Dios y no a temerlo, a rendirle culto por amor y no dominado por el terror.
Por eso consuela en sueños a Jacob durante su huida, y a su regreso lo motiva a luchar y a trabarse con él en extraordinario combate; para que terminara amando, no temiendo, al autor de ese combate.
Por eso llama a Moisés, revelándose como el Dios de sus antepasados, le habla con amor de padre y lo urge a que libere a su pueblo de la opresión de Egipto. Ahora bien, por todo lo que acabamos de evocar que manifiesta cómo la llama de la divina caridad encendió los corazones de los hombres y cómo Dios derramó en sus sentidos la abundancia de su amor, los hombres, que estaban privados de la visión de Dios a causa del pecado, comenzaron a desear ver su rostro.
Pero la mirada del hombre, tan limitada, ¿cómo podría abarcar a Dios, a quien el mundo no puede contener? La fuerza del amor no mide las posibilidades, ignora las fronteras. El amor no discierne, no reflexiona, no conoce razones. El amor no se resigna ante la imposibilidad, no se amedrenta ante ninguna dificultad. Si el amor no alcanza el objeto de sus deseos, llega hasta a ocasionar la muerte del amante; va, por lo tanto, hacia donde es impulsado, no hacia donde parece lógico que deba de ir. El amor engendra el deseo, se enciende cada vez más y tiende con mayor vehemencia hacia lo que no consigue alcanzar. Y ¿qué más diré?
El amor no descansa mientras no ve lo que ama; por eso a los santos les parecía poco cualquier recompensa, mientras no viesen a Dios.
Por eso el amor que ansía ver a Dios se ve impulsado, por encima de todo juicio sensato, por el deseo ardiente de encontrarse con él. Por eso Moisés se atrevió a decir: Si he obtenido tu favor; muéstrate a mí. Por eso también se dice en otro lugar: Déjame ver tu figura. Y hasta los mismos paganos en medio de sus errores se fabricaron ídolos para poder ver con sus propios ojos el objeto de su culto.