Un ejercicio de contemplación: La oración de María de la A a la Z

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Un ejercicio de contemplación: La oración de María de la A a la Z

La contemplación del Evangelio es uno de los elementos centrales que san Ignacio de Loyola marca en sus Ejercicios Espirituales. Explica que debemos acercarnos a ellos «como si presente me hallase», de manera que de su contenido y en el diálogo con Dios y con María, vayamos penetrando sus enseñanzas en esa contemplación íntima con ellos.

Dice San Ignacio que debemos «ver las personas, oír lo que dicen, ver lo que hacen» «y después reflectir en mí mismo para sacar un provecho» (Ejercicios Espirituales, nn- 106-108).

La oración de María

El día de hoy quisiera hacer un ejercicio con todos ustedes. Aprovechando que estamos en el mes de mayo, mes de María, vamos juntos a contemplar (y tomando varias ideas de otro padre jesuita, el P. Pedro M. Iraolagoitia, SJ) la oración de María desde distintos aspectos, de manera que nos dejemos tocar por el corazón materno de María.

Amor

La primera y más importante actitud de tu vida, María. Tú amas, Dios te ama, nosotros te amamos. Y ¡Tú nos amas! Con esta certeza, la oración se convierte en un tratar con quien sabemos nos ama, parafraseando a Santa Teresa de Jesús. ¿Cómo hablarías tú con Cristo en Nazaret? ¡Con qué amor lo tomaste en tus brazos al nacer! Y, no lo dudo, con la misma ternura lo arrullaste cuando, al bajarlo de la cruz, lo depositaron en tus brazos maternales. Ayúdanos, querida María, a enamorarnos locamente de Cristo, fruto bendito de tu vientre. Que lo acojamos y lo abracemos siempre: en los momentos de Belén y en los de Calvario.

Barrer

Una función que hacías en Nazaret y con las mejores escobas, seguramente hechas por José. Y ahí vas, barriendo de aquí para allá, incluso la parte de la acera que le corresponde a la vecina. ¡Hay tanto que barrer en este mundo, Madre! Después de todo, cuando barres, te figuras que estás ayudando a barrer los pecados de todo el mundo, para hacerlo más presentable a los ojos de Dios. Y me imagino al Niño Jesús feliz tomándote la escoba de las manos y haciendo luminosos los rincones más oscuros y tristes de este mundo. Permítenos, Madre, colaborar también nosotros con nuestra oración de desagravio: que pidamos continuamente por el perdón de todos los pecados (empezando por los nuestros). ¡Ruega por nosotros, pecadores!

Corazón

El lugar donde lo guardabas todo: lo hermoso y lo difícil, lo agradable y lo no tanto. El nacimiento en Belén, la sonrisa del Niño, las inquietantes palabras a los doce años en el Templo, la muerte de José, la marcha de tu Hijo a predicar, las críticas y comentarios de las vecinas por la misión de tu Hijo, las visitas a Nazaret, los diálogos cariñosos con Jesús, la institución de la Eucaristía, la Cruz, las palabras que sólo Dios y Tú saben que se dijeron el domingo de Resurrección. Todo lo guardabas y lo meditabas en tu corazón. María, la del Corazón Meditante, permítenos tener un corazón tal que pueda recibir y rumiar cada acontecimiento de nuestra vida, tal y como lo hiciste Tú. Amén.

Dolor

No fue fácil, María, tu largo camino. Y tu oración también está cargada de tus siete espadas, esas que te predijo el buen Simeón en el Templo. Siete dolores. Pero no son estos los dolores que llevas principalmente a tu oración, Madre. Sí, ahí están y se los ofreces a Dios. Pero son otros los que presentas. Ahí está la vecina Susana, a la que su hijo Absaloncito le dio fiebres la semana pasada; está Isaac, el pordiosero de Nazaret, que no tiene un techo donde dormir; están los soldados romanos (que muy de vez en cuando pasan por el pueblo rumbo a Cafarnaúm) y sus caras tristes y de hastío; está José, tu esposo, que suda la gota gorda para poder darles de comer todos los días. Éstos, María, son los dolores que presentas a Dios en tu oración. Toma también los nuestros, Madre, y elévalos de nuestra parte.

Esclava

Ahí empezó todo: el día en que dijiste que eras la esclava del Señor. Para responder al ángel no se te ocurrió decir: “He aquí la Flor de Líbano” o “He aquí el Arca de la Alianza”, títulos que nuestro cariño te atribuirá después. Tú dijiste: “He aquí la esclava del Señor”. Y claro, ser la esclava del Señor en cierta manera significa ser la esclava de los hombres, la sirvienta. Como Cristo, que “no vino a ser servido sino a servir”. Y este servicio, Madre, toma fuerzas y se robustece en tu oración, pues nadie da lo que no tiene.

Fe

Al bueno de San José, la edad le ha oscurecido un poco la vista. Empieza a tener como compañera a la miopía. Y como no hay oculistas en Nazaret, poco a poco empieza a delegar más responsabilidades a Jesús, que ha aprendido como nadie el arte de la carpintería. A José le pasa lo que a muchos en esta tierra: al no tener gafas, no pueden ver más allá. Pero lo que en el Santo Patriarca se circunscribe al ámbito meramente físico, son muchos los hombres y mujeres de nuestra época que son también miopes en lo espiritual. ¡Necesitan las gafas de la fe! Por ello, María, acudimos a Ti, nuestra Oculista Celestial: ajústanos nuestra graduación del alma para que sepamos ver, con las gafas de la fe, todos los acontecimientos de nuestra vida.

Gozo

Tus gozos en tu oración, Madre, no son sólo siete: son muchísimas veces siete. Nadie los podría contar. Toda la vida es un gozo y toda oración, por lo mismo, es gozosa. Cumplir la voluntad de Dios es siempre un gozo; trabajar, luchar, morir por Dios es un gozo. Incluso el mismo sufrir, hecho por amor, es un gozo. María, la de los misterios gozosos. ¡Salve!

Hablar

¿En la oración? Sí, hablar. Sobre todo con tu Hijo. Me imagino lo que significó enseñarle las primeras palabras al Verbo de Dios. ¿Cómo enseñaste a hablar a tu Hijo, María, a orar? ¡Qué emoción habría sido oír al Niño repetir los nombres de las cosas que Él creó al principio del mundo, balbucearlo…! Así es nuestra oración tantas veces, Madre: balbuceante. Permítenos, te pedimos, que aun balbuceando, repitamos tus palabras en nuestra oración.

Innumerables

Para el hombre y la mujer orante, todo es innumerable: las estrellas del cielo, las bendiciones que Dios le da “por haberse fijado en la humildad de su esclava”, las misericordias, los perdones, las gracias que caen sobre el mundo entero. Ayúdanos a tener tus ojos, a ver el mundo con ellos: de esta manera podremos descubrir la innumerable presencia de Dios en nuestra vida aquí en la tierra. Amén.

Jesús

Jesús, que quiere decir Salvador. Jesús, que quiere decir el Verbo eterno del Padre. Jesús, que quiere decir ¡Hijo mío! A Él va tu oración, nuestra oración. Ayúdanos a saber alabarlo con la dignidad que Él se merece como Dios Eterno; y a quererlo y tratarlo (y que Él me perdone) con la irreverencia que me da el cariño fraternal. Jesús, que quiere decir ¡Amigo y Hermano!

Lámpara

La lámpara y Tú son dos viejas amigas. Cuando el Niño en Nazaret se ha ya acostado y José termina lo último en el taller, Tú, al cariño de la lámpara, sigues arreglando ropas, terminando cositas aquí y allá. Y después, cuando la apagues para la noche, la dejarás llena de aceite, siempre preparada para arder en cualquier momento. No como otros que tal vez dejan sin aceite las lámparas y luego pasa cualquier cosa a medianoche… Después de todo, Madre, Tú eres una Lámpara: siempre llena, siempre preparada para iluminar a cualquier hora que Cristo quiera actuar en nuestras vidas. Gracias, María.

Mírame

Caminando a mi lado he descubierto
unos pies que siguen mi travesía,
un corazón que me ama cada día,
y dos manos que alejan desconcierto.
Sabía de su existir. Mas no acierto
a comprender por qué desconocía
que al susurro de su nombre –María–
se esfumaba el desánimo desierto.
Y al contemplarla en su bella sonrisa,
que enamoró a Quien nació de su vientre,
le elevo una oración tierna y sumisa:
“¡Mírame, Madre, permíteme verte!
Pues, al beber de tus ojos sin prisa,
firme, camino la vida y la muerte”.

No

No dejar a ningún necesitado sin ayuda. No dejar sin consuelo a ningún triste. No cerrar la puerta de mi corazón a lo que Dios quiera decir. No dejar para después el diálogo con tu Hijo. No preocuparse de más sino por lo que de verdad importa. No ser el sol de mi sistema solar, sino un satélite que gire alrededor del Sol, que es Dios. No amarme más que a Dios. No: una palabra que, bien dicha, se convierte en un sí de amor a Dios y a mis hermanos. Como el tuyo, María.

Orden

Cristo en la Cruz te dejó como Madre de Juan. “Y el discípulo la recibió en su casa”. Y me imagino (con el perdón del buen Juan), que su casa la tendría por dentro… Era hombre soltero, por lo que lo tendría lo normal en estos casos: como una zona de montaña. ¿Qué habrás hecho Tú, María? Pues lo mismo que en Nazaret: a poner orden, que es lo que sabes hacer. Y con todo limpio, el Apóstol también se acostumbraría a vestir mejor, a no entrar en casa con las sandalias sucias, etc. Pues, querida Madre, ese mismo desorden encontrarás en nuestras casas, incluso tal vez mayores. Date una vuelta por nuestras casas, María, porque también a nosotros nos falta el orden. Que así como Dios se sintió a gusto en Nazaret, se sienta cómodo en las nuestras. Te invitamos: ven a vivir con nosotros. Estás en tu casa, María.

Pascua

En la mañana de Resurrección, ninguno creía en la Pascua. Sólo Tú. Y por eso, ellos no te dieron las felicitaciones, sino que fuiste Tú la que tuvo que ir a decirles que la Pascua era estupenda. Hoy, Madre, también nosotros necesitamos que vengas a nuestro corazón y nos des el anuncio pascual en nuestro mundo, en este valle de lágrimas. Porque la Pascua es Tuya: realmente has resucitado con Cristo. Y te pedimos que vengas con nosotros a repartir tu Pascua entre los hombres: a los enfermos, a los tristes, a los fariseos de nuestra época, a los niños, a las mujeres y a los hombres. A todos. María, la Mujer Pascual.

Quedo

Quedo, silenciosa. Porque Dios se comunica en lo quedo de nuestro interior. Muy quedo, para conversar en la ligera brisa de Dios los acontecimientos del día, mis alegrías, mis problemas. Y muy quedo para poder escucharle, que Dios no grita; sólo susurra. Muy quedo, como cuando Tú y José miraban al Niño Dios durmiendo en Nazaret y el gozo de tenerle en casa. Muy quedo para no despertarle… y lo contemplaban. Muy quedo, María.

Roto

¿Será que el Niño haya hecho alguna travesura? No lo creo. Pero seguramente algún accidente sí que habría. Aunque la culpa sería del bueno de San José, que tal vez rompería un jarrón al estar entrenando con el balón dentro de casa para el partido en el Nazaret FC. ¡Crash! Y ahí vas Tú a recoger todo. ¡Cuántas cosas rotas en nuestra vida! O tal vez no rotas, pero sí enredos que necesitan de tus manos hábiles. Lazos familiares que se han roto o enredado, amistades, compromisos, … Pon tu mano sobre todo ello y repara nuestros errores, Madre. Amén.

Seguir

El día de la Ascensión, los apóstoles se quedaron mirando la nube –esa nube que tantas veces nos oscurece el alma– que tapaba al Señor. ¿Tú? Tú no, María. Tú seguiste con tus ocupaciones diarias. Había mucho que hacer. Es la fortaleza de seguir a pesar de la oscuridad, de no palpar por dónde. La energía de seguir la marcha, pero sólo con la fuerza de la fe, la esperanza y el amor. Seguir caminando, incluso cuando nos falten los seres queridos. Seguir de pie, como en la cruz. Seguir, sin parar. Virgen de la Ascensión, acuérdate de todos nosotros y empújanos a seguir adelante siempre.

Triunfo

Cristo triunfó en su resurrección. Y Tú, María, ya triunfas en cuerpo y alma con Él. Y ahora sí, Madre, podemos rodearte de todas las joyas con las que no te engalanaste en Nazaret; ahora sí triunfas, porque antes, en vida, no quisiste triunfar. Ahora eres Reina, porque antes fuiste la esclava del Señor. Has llegado ahí porque en toda tu vida fuiste humilde, sencilla. María de la Asunción, que fuiste una mujer de nuestra misma carne, con la grandeza de tu sencillez, tu entrega y tu sacrificio. ¡Qué triunfo, Madre!

Unión

Llegó Pentecostés, y vino el Espíritu Santo… Pero antes, los apóstoles y los demás discípulos habían estado indecisos sin saber qué hacer realmente. Simón Pedro y otros querían irse a Galilea; otros dos se marcharon a Emaús; el de más allá iría al desierto. Y Tú, María, siguiendo las consignas de tu Hijo, acogiste a tus nuevos hijos y los uniste a todos en Jerusalén, en la oración. ¡Madre de la Unidad, Madre de todos! Puerta siempre abierta. Que todos podamos unirnos en un solo cuerpo, bajo un mismo Señor y en el calor de una misma Madre.

Verdad

Algo que estamos tratando de buscar desde el inicio de nuestra existencia en este mundo y que Tú te lo encontrabas todos los días en los ojos infantiles de tu Niño. «La verdad eres Tú, Hijo mío». Cuando dices esto, Madre, es como si hubieran cerrado todos los libros del mundo, y como si se hubieran secado todas las plumas de los escritores, como si los predicadores hubiesen enmudecido. ¡No dejes de repetírnoslo, Madre, ahora y en la hora de nuestra muerte! Amén.

X Y Z

Los interrogantes que tantas veces nos aquejan, Madre, y que seguramente acecharon también tu alma: la incógnita “x”, la duda “y”, la angustia “z”. Madre de los que dudan, ayúdanos a comprender, o por lo menos a aceptar, los interrogantes de nuestra vida tal como llegan. Y de tal manera, que la próxima vez que se escriba de nuevo en el horizonte otra “x”, podamos ladear un poco la cabeza y ver la equis como una cruz. Así nos daremos cuenta del poder infinito de Cristo para resolvernos nuestros problemas: desde la Equis grande de la Cruz.


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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