Santo Domingo de Guzmán: contemplar para predicar

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Santo Domingo de Guzmán: contemplar para predicar

Vida

Contemporáneo de San Francisco de Asís, Domingo nació el 1172 en la aldea burgalesa de Caleruega, España. Sus padres pertenecían a una familia pudiente y por ello Domingo pudo recibir una buena formación. Estudió junto a un tío arcipreste hasta los 14 años, y después cursó artes liberales y teología en la ciudad de Palencia.

Fue un hombre de carácter metódico y firme, amante del estudio y apasionado en su amor hacia el prójimo. Con sólo 20 años fue nombrado canónigo de la Catedral de Osma. Se distinguió por su rectitud, su celo apostólico, la puntualidad en la vida comunitaria y el espíritu de sacrificio. Este período fue fundamental como preparación inmediata a su misión de fundador.

Un evento inesperado cambió el rumbo de su vida. Resulta que al obispo de Osma, Diego de Acebes, se le había confiado la delicada misión diplomática de formalizar el matrimonio de don Fernando, hijo y heredero del Rey de Castilla, con una princesa danesa. El obispo escogió a Domingo como compañero de viaje. Esto supuso la salida de su tierra natal y el encuentro con una cristiandad dividida por intereses feudales, por la herejía albigense y por una grave crisis de fe. Fue entonces cuando nuestro santo sintió la necesidad de consagrar su vida para defender y predicar la verdadera fe católica.

Domingo se dirigió a Roma junto con su obispo para solicitar un permiso al Papa Inocencio III: predicar entre los herejes del sur de Francia. Con la ayuda de los monjes cistercienses dieron inicio a un nuevo método de predicación: la teología como ciencia hecha vida.

Domingo se propuso formar, no una élite de intelectuales, sino de predicadores que proclamaran el Evangelio con la palabra avalada por el testimonio de su vida. Pero el grupo de predicadores no tardó en desintegrarse: el obispo Diego de Acebes tuvo que regresar a su diócesis, el legado pontificio que había sido enviado fue asesinado y los cistercienses regresaron a su convento. Domingo se quedó solo, pero no desistió en su intento y poco a poco, con su incansable obra de predicación hecha vida, empezó a atraer nuevos compañeros.

El 1215 tuvo que acompañar al obispo de Toulouse al Concilio IV de Letrán. Allí informó al Papa de sus experiencias de predicación, quien de palabra aprobó la obra con una única condición: que adoptase una Regla de las ya aprobadas por la Iglesia. En 1216 el Papa Honorio III confirmó la obra y la transformó en una orden regular de derecho pontificio. Así fue como nació la famosa «Orden de los Predicadores». En 1217, empezaron a extenderse por toda Europa y en poco tiempo la orden creció admirablemente; la mayoría de las vocaciones provenían de ambientes universitarios.

El santo fundador murió el 6 de agosto de 1221, en una celda prestada en el convento de San Nicolás de Bologna, feliz en medio de la pobreza en que siempre vivió. El mayor monumento que se le ha levantado lo constituyen, sin duda alguna, los más de 6.500 dominicos repartidos en 51 provincias, las 38.000 monjas dedicadas al apostolado en 150 congregaciones, las 4.500 monjas de clausura en 250 monasterios y más de 70.000 laicos en diversas confraternidades.

Aportación para la oración

La Orden de los dominicos es, sin lugar a dudas, una de las más gloriosas e importantes dentro de la espiritualidad de la Iglesia. Orientada desde su nacimiento a la contemplación y al estudio en orden al apostolado, su lema resume perfectamente la visión que Santo Domingo tuvo desde el inicio: contemplata aliis tradere (Contemplar y dar a los demás lo contemplado).

El otro día me fui a caminar por Roma, ciudad en donde vivo, con un buen amigo. En un momento dado, me invitó a tomar un helado, una de las grandes atracciones de Italia. Para ello, le invité a una heladería que, a mi gusto, es la mejor de la ciudad. Le dije: «Sus sabores son tan buenos que parece que estás comiendo fruta en vez de helado… ¡Son para repetir!». Me llamó exagerado. Pero cuando llegamos y dio la primera probada, la expresión de sus ojos me lo dijo todo. «¿Exageraba? –le pregunté. No, no había exagerado… Ahora había experimentado lo que sólo había oído antes.

Yo creo que los dominicos pueden ser unos de los grandes heladeros de la vida espiritual. Son capaces de experimentar en primera persona a Dios en la oración y luego nos lo transmiten de tal manera que no podemos no ir a hacer la misma experiencia. Es como cuando los apóstoles vieron orar a Cristo y se quedaron tan fascinados que luego le dijeron: «Señor, enséñanos a orar».

Esta es la gran aportación y la invitación que Santo Domingo nos hace. Decían de él que «no sabía hablar más que con Dios o de Dios». Un claro ideal para todos nosotros: que al orar nos enriquezcamos de tal manera que luego en nuestra vida diaria transmitamos naturalmente a Dios.


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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