Vida
Todavía hoy, en algunas regiones de España, para recomendar el silencio se dice: «Bebe el agua del maestro Vicente». La expresión se refiere al sabio consejo que el santo dominico dio a una mujer que le preguntaba qué podía hacer para congeniar con el malhumorado marido: «Toma este frasco de agua –le dijo- y cuando tu esposo regrese del trabajo, tómate un sorbo y mantenlo en la boca el mayor tiempo posible». La anécdota hace ver la simpatía humana de este hombre que, además, fue acérrimo fustigador de vicios. Su predicación bien le valió el título de «Ángel del Apocalipsis», ya que en sus sermones recurría con frecuencia a las amenazas, típico recurso de la elocuencia de la época.
Vicente nació en Valencia, España, en 1350. A los 17 años ya había terminado con tanto éxito los estudios de filosofía y teología que sus profesores lo incluyeron inmediatamente en el cuerpo docente. Entró al convento de los dominicos de Valencia y fue ordenado sacerdote en 1375. Recordemos que en esa época fue cuando se consumó el gran cisma de Occidente (1378-1417). La confusión que se creó dividió a los cristianos hasta el punto de que unos seguían al papa de Roma y otros al de Aviñón. Era inevitable que incluso espíritus rectos, como fue el caso de san Vicente Ferrer, estuvieran de parte del Papa ilegítimo. Su buena fe se prueba con el hecho de que hizo todo lo posible para solucionar el conflicto y restituir la unidad en la Iglesia bajo un solo pastor. Con este propósito recorrió toda Europa. Los fieles acudían a escucharle entusiasmados, no sólo por su gran oratoria, sino también por un fenómeno particular: al predicador dominico -que sólo conocía el castellano, el latín y un poco de hebreo- le entendían todos, cada uno en su lengua.
Auténtico predicador del mensaje cristiano, san Vicente, recuperaba todo el vigor juvenil cuando se subía al púlpito o a los palcos improvisados en las plazas, porque las iglesias no podían contener la multitud de gente que acudía a escucharlo; y esto, a pesar de que no buscaba conmover a su auditorio con hermosas palabras de esperanza sino, más bien, con amenazas de castigo eterno.
Lograda la unidad del pontificado con el concilio de Constanza y con la elección de Martín V, Vicente recorrió el norte de Francia tratando de poner fin a la guerra de los Cien años. Murió el 5 de abril de 1419, durante una misión en Vannes.
Tenemos numerosos testimonios de toda Europa sobre su modo de predicar. Así, por ejemplo, el Rector de la Universidad de París escribía a Nicolás de Clemanges: «Nadie mejor que él sabe la Biblia de memoria, ni la entiende mejor, ni la cita más a propósito. Su palabra es tan viva y tan penetrante, que inflama, como una tea encendida, los corazones más fríos [ … ]. Para hacerse comprender mejor se sirve de metáforas numerosas y admirables, que ponen las cosas a la vista [ … ] ¡Oh si todos los que ejercen el oficio de predicador, a imitación de este santo hombre, siguieran la institución apostólica dada por Cristo a sus Apóstoles y a los sucesores! Pero, fuera de éste, no he encontrado uno sólo».
Su principal obra, el Tratado de vida espiritual, fue durante largo tiempo el manual que recomendaban todos los maestros de vida espiritual, principalmente a los que querían adelantar en perfección.
Aportación para la oración
Tengo varios amigos arquitectos o que estudian arquitectura. Me parece curioso que cuando entramos a un edificio, muchos de nosotros miramos cómo está adornado, qué cuadros cuelgan de las paredes o qué tipo de sofás descansan en la sala. Pero ellos, no. Los arquitectos, casi siempre, van a ver las columnas y los cimientos. Porque ahí es donde descansa el futuro de todo edificio.
Y pienso que San Vicente Ferrer fue, sin duda, un gran arquitecto de la vida espiritual. Porque en todas sus predicaciones siempre tocaba los pilares fundamentales: la vida eterna, la propia conversión, el amor de Dios, la bondad de la virtud y la maldad del pecado, la necesidad de la oración. Y, ¡claro!, sus oyentes acudían admirados a sus sermones, pues robustecía los pilares de su corazón y los invitaba a contemplar esas realidades en su oración de todos los días.
Además, San Vicente pudo vivir en primera persona lo que él predicaba. Llegaron tiempos muy difíciles para la Iglesia con el cisma de Occidente. Llegaron a existir al mismo tiempo hasta tres Papas… y todos ellos se proclamaban como el verdadero. Era tanta la confusión que una oración en un misal de Toledo de la época decía: «Te pedimos, Señor, por el Santo Padre, quienquiera que sea el verdadero». ¿Cómo respondió San Vicente a esta situación? Acudiendo a lo que ya vivía: la meditación y la unión con Dios. Y eso invitaba a realizar a todos sus oyentes durante los miles de discursos que pronunció en todo Europa. Lo esencial, los pilares del edificio.
¿Qué tormentas azotan mi vida? Sean cual sean, San Vicente nos da un camino para afrontarlos con fortaleza: uniéndose a Dios y meditando en lo esencial de la fe. Porque, después de todo, basta una sola certeza para esta vida y para la eternidad: saber que Dios me ama. Si creo esto –y lo creo de verdad– no habrá tormenta, por más fuerte y difícil que se levante, que pueda derribarme.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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