San Juan Crisóstomo: la boca de oro que observaba a Dios en todas las cosas

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Vida

Juan Crisóstomo nació en Antioquía probablemente hacia el 349. Educado por su madre santa Antusa, en los años juveniles llevó una vida monástica en su propia casa. Luego, tras la muerte de su madre, se retiró al desierto en donde estuvo seis años. Al finalizar los mismos, lo llamaron para ordenarlo diácono.

El sacerdocio fue, para san Juan, una grave responsabilidad. Pasó cinco años preparándose para el mismo. Por fin, una vez que el obispo Fabián le impuso las manos, dedicó sus energías a colaborar en el gobierno de la Iglesia antioquena. Su principal especialización fue la predicación, adornada con una gran dote oratoria y una profunda cultura. Pastor y moralista, se preocupaba por transformar la vida de sus oyentes más que por exponer teóricamente el mensaje cristiano. Debido a su gran éxito, sus oyentes le pusieron el apodo de Crisóstomo: boca de oro.

En el 398, fue llamado a suceder al Patriarca Netario en la cátedra de Constantinopla, capital del Imperio. Ahí emprendió inmediatamente una actividad pastoral y organizativa que suscita admiración y perplejidad: evangelización en los campos, fundación de hospitales, procesiones antiarrianas para reforzar la fe del pueblo, sermones encendidos contra los vicios de la sociedad, reforma del clero.

Debido a su clara oposición a ciertas conductas en la corte bizantina, fue ilegítimamente depuesto por un grupo de obispos dirigidos por Teófilo, obispo de Alejandría, y desterrado en complicidad con la emperatriz Eudosia. Llamado de nuevo por el emperador Arcadio -debido a ciertas desgracias ocurridas en la ciudad- fue nuevamente desterrado a los dos meses: a la frontera con Armenia, primero, y a las orillas del Mar Muerto, después.

Fue justamente en este viaje donde murió, el 14 de septiembre del 407. Del sepulcro que le hicieron en Comana lo mandó traer años después a Constantinopla el emperador Teodosio el Joven: era la noche del 27 de enero del 438. Lo recibió, jubilante, una enorme multitud.

Aportación para la oración

Una vista rápida de su vida nos muestra a San Juan Crisóstomo como a un gran predicador. De hecho, es, sin duda, el orador más grande de la Iglesia griega y su producción literaria sobrepasa la de todos los demás escritores orientales. En Occidente, sólo San Agustín se le puede comparar.

Analizando sus escritos, vemos en nuestro santo dos cualidades que dan un aporte específico al campo de la oración:

1) Lo primero, y que comparte con el resto de los Padres de la Iglesia, es el uso primordial que le da a la Sagrada Escritura. Ningún escritor de la Edad Antigua ha hecho una exégesis tan completa y, al mismo tiempo, con tanta devoción como él. ¿Su secreto? Que sabía ver en los textos bíblicos algo más que una lectura cualquiera: reconocía en ellos la Palabra de Dios encarnada. De esto nos advierte el Papa Benedico XVI cuando decía que «efectivamente, una interpretación de los textos sagrados que relega u olvida su inspiración no tiene en cuenta su característica más apreciable e importante, es decir, su procedencia de Dios» (Mensaje a la Pontificia Comisión Bíblica, 20 de abril de 2012). Algo que también debemos ver nosotros cuando nos acercamos a la Sagrada Escritura para orar.

2) Toma de lo sencillo de cada día elementos para descubrir a Dios. Como buen orador, San Juan Crisóstomo ama las imágenes: una abeja, las hojas de un árbol, un soldado en la batalla, la madre que da de comer a su hijo… todo le lleva a elevar su mirada al Creador, revelar el amor que Él nos tiene y animar al oyente a transformar su vida de acuerdo a ese amor. Y estas imágenes nos hacen descubrir de dónde le venía al Santo Obispo su tan prolija obra: de su observación, de su vida interior, de su contemplación sobrenatural. Es gracias a esta actitud que atisba la acción de Dios dentro del universo del ser humano.

Sagrada Escritura y contemplación. Las dos alas que mueven a Juan Crisóstomo a hablar con Dios en su oración y de Dios a los demás.

 


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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