San Isidoro: un “cerebrito” que estudiando a Dios se enamoró de Él

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Vida

Parece que nació en Sevilla hacia el año 565. La santidad corría por su sangre, pues santos también fueron sus tres hermanos: Leandro (también él obispo de Sevilla), Fulgencio (obispo de Astigi) y Florentina (abadesa en varios conventos). Siendo todavía niño quedó huérfano y fue su hermano mayor, San Leandro, quien se ocupó de su educación. Éste, en el epílogo de la Regla que escribió para Florentina, decía: «Finalmente, te ruego, que te acuerdes de mí en tus oraciones y que no eches en olvido a nuestro hermano pequeño Isidoro… Como yo lo tengo verdaderamente por hijo y no antepongo al cariño que le debo ninguna preocupación terrenal, y me vuelco totalmente en su amor, quiérelo con tanto cariño y ruega a Jesús tanto por él cuanto sabes que fue querido con toda ternura por nuestros padres».

Del resto de su niñez y juventud no se sabe prácticamente nada. Cuando falleció Leandro, hacia el año 600, Isidoro le sucedió como obispo de la capital hispalense. Su actividad desde entonces fue sumamente intensa: mantuvo un trato frecuente con los reyes godos, viajó con frecuencia a Toledo, celebró y asistió a varios concilios, resolvió cuestiones de fronteras diocesanas, se preocupó por la santidad de vida y la formación de los clérigos y religiosos. Fue un verdadero padre y pastor en su diócesis.

Escribió también numerosos libros: introducciones a los libros de la Biblia, biografías de personajes del Antiguo y del Nuevo testamento, manuales de liturgia y de ascética, obras de cosmografía y meteorología, tratados sobre los símbolos y los números, estudios de las herejías de su tiempo, historia del mundo y de los pueblos bárbaros. Su obra más famosa es, sin duda, las “Etymologiarum sive Originum libri viginti”, una especie de compendio de todo el saber antiguo. También es muy conocido el libro “De las Sentencias”, un compendio de dogmática y moral, prototipo de las diversas “sumas” que se escribieron durante la Edad Media. Estos dos libros fueron ampliamente difundidos y estudiados en la época, sobre todo por el clero, siendo uno de los autores que más influyó en la espiritualidad de los siglos que le siguieron.

 

Falleció el 11 de abril del 636, después de haberse preparado conscientemente dando a los pobres todos sus bienes y pidiendo perdón públicamente. San Braulio de Zaragoza, contemporáneo suyo, le dedicó este elogio: «Isidoro, hermano y sucesor de Leandro en la sede hispalense, fue el egregio varón, refugio del saber de las generaciones antiguas y pedagogo de las nuevas. El número y profundidad de sus escritos dan fe del caudal de sus conocimientos, que edifican a toda la Iglesia… Cual fuera el torrente de su elocuencia y su dominio de la sagrada Escritura lo demuestran las actas de los concilios por él presididos. Superaba a todo el mundo en sabiduría y, más aún, en obras de caridad».

Aportación a la oración

Tal vez lo más importante que nos dejó este santo fue la prevalencia que le dio al estudio y la preparación intelectual. ¿Y esto qué tiene que ver con la oración? Pues mucho, porque nos dice que no basta con “sentir cosas bonitas”, sino que debemos entender quién es Dios también con nuestra razón. Y tiene sentido. Mientras más sepamos de Dios, de la Iglesia, de nuestra fe, mayor comprensión tendremos de todo esto y, justamente de ahí, brotarán sentimientos de mayor gratitud y de deseo de diálogo con Dios.

Esto pasa en cualquier circunstancia de la vida. Si yo entiendo, por ejemplo, lo que comporta que mi madre me haya llevado nueve meses en su seno, si sé lo que experimentó en ese tiempo de embarazo, puede que me ayude a incrementar el aprecio que siento por ella. Con Dios igual: cuanto más lo conozco y entiendo, mayor será mi aprecio por él. Y es por eso que la Iglesia tanto nos invita a estudiar el Catecismo, por ejemplo. El Año de la Fe que el Papa Benedicto XVI ha convocado será una gran oportunidad en este sentido.

Los estudios del santo Obispo le llevaron a vivir todo lo que predicó. Un botón de muestra: miren lo que dice sobre cómo debía ser un obispo: «El lenguaje del obispo debe ser limpio, sencillo, abierto, lleno de gravedad y corrección, dulce y suave. Su principal deber es estudiar la santa Biblia, repasar los cánones, seguir el ejemplo de los santos, moderarse en el sueño, comer poco y orar mucho, mantener la paz con los hermanos, a nadie tener en menos, no condenar sino a los incorregibles. Sobresalga tanto en la humildad como en la autoridad, para que ni por apocamiento queden por corregir los desmanes, ni por exceso de autoridad atemorice a los súbditos. Esfuércese en abundar en la caridad, sin la cual toda virtud es vana».

Un ideal que el mismo Isidoro encarnó con tal profundidad que la Iglesia lo reconoció, elevándolo a los altares.


Autor:P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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