Vida
No es fácil hablar de un santo que, más que cualquier otro, habló de sí mismo. Pero lo hizo con sinceridad y sencillez, convirtiendo sus famosas Confesiones en motivo de alabanza a Dios. Hombre y maestro, teólogo y filósofo, moralista y apologista, santo y polemista: todas estas imágenes aparecen nítidamente como en filigrana a quien observa de cerca a Agustín de Hipona, obispo y doctor de la Iglesia. Ante todo, Agustín es un hombre como los demás, con inquietudes, debilidades, ansias, etc.; así se presenta él mismo en las Confesiones, desnudando su alma con sinceridad y candor.
Nació en Tagaste (África) en el 354 de padre pagano madre cristiana. En su juventud experimentó las contradicciones de su espíritu que, por un lado tenía sed de verdad y, por otro se dejaba seducir por el error. El estudio de una cierta filosofía lo llevó hasta la herejía maniquea. Sentía la atracción de la perfección moral, pero también fue «envuelto en la oscuridad de la carne». Aprendió retórica en Cartago, y enseñó gramática en Tagaste hasta que, a los 29 años, se dirigió a Milán, en donde era obispo san Ambrosio.
Su conversión al cristianismo, propiciada por las amorosas premuras y por las lágrimas de la madre, llegó a su madurez con un episodio singular y misterioso para el mismo Agustín; así lo cuenta él mismo: «Y he aquí que oigo de la casa vecina una voz, no sé si de un niño o de una niña, que decía cantando, y repetía muchas veces: “¡Toma, lee; toma, lee!» Y al punto, inmutado el semblante, me puse con toda atención a pensar, si acaso habría alguna manera de juego, en que los niños usasen canturrear algo parecido; y no recordaba haberlo jamás oído en parte alguna. Y reprimido el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando que no otra cosa se me mandaba de parte de Dios, sino que abriese el libro y leyese el primer capítulo que encontrase… Así que volví a toda prisa al lugar donde estaba sentado Alipio, pues allí había puesto el códice del Apóstol al levantarme de allí; lo arrebaté, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos: “No en comilonas ni embriagueces; no en fornicaciones y deshonestidades; no en rivalidad y envidia; sino vestíos de nuestro Señor Jesucristo, y ni hagáis caso de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rom.,13,13-14). No quise leer más, ni fue menester; pues apenas leída esta sentencia, como si una luz de seguridad se hubiera difundido en mi corazón, todas las tinieblas de la duda se desvanecieron».
En Milán, Agustín pidió el bautismo a san Ambrosio, luego regresó a África como penitente, y allí fue consagrado sacerdote y obispo de Hipona; en la sincera adhesión a la verdad cristiana y en la multiforme actividad pastoral encontró la paz del corazón, que hacía mucho tiempo anhelaba su espíritu atormentado por los afectos terrenos y por la sed de la verdad: «nos has creado para ti Señor, y nuestro corazón no tiene paz hasta cuando no descanse en ti».
Amado y venerado por las humanísimas dotes de su corazón y de su inteligencia, murió el 28 de agosto de 430 en Hippo Regius, cerca de la moderna ciudad de Bona, en Argelia, mientas los vándalos la sitiaban. Tenía 72 años y había gastado casi cuarente al servicio de Dios.
Aportación para la oración
Tras haber experimentado en primera persona la debilidad de la naturaleza humana, San Agustín da a la oración un papel importantísimo en la vida espiritual, pues nos une a la Gracia de Dios. En efecto, el hombre está llamado a conseguir su fin en medio de un camino lleno de obstáculos, por lo que la oración nos da la fuerza para superarlos. Y será tanto más urgente la oración cuanto mayor sea la altura a que queramos remontarnos en la escala de las virtudes; es preciso que la gracia se apodere de nosotros y nos lleve consigo, porque somos impotentes por nuestra parte para remontarnos hasta Dios. En frase de nuestro santo, «quien sabe orar, sabrá santificarse».
El segundo elemento característico de la oración agustiniana es la necesidad del amor. Así lo resume: «la piedad es el culto de Dios, y no se puede alcanzar si no es amando». Será esta piedad y este amor los que nos lanzarán a no buscar ninguna otra recompensa sino la que venga de Dios; y esto porque le amamos. Bella es la expresión que refiere Agustín cuando dice que nuestro corazón es un altar sobre el que debe arder sin cesar el fuego del amor para ofrecer a Dios el sacrificio de expiación, de acción de gracias y de alabanza. Sólo cuando tenemos esta presencia amorosa de Dios en nuestro corazón podremos elevar hasta Él el perfume de nuestra oración.
Finalmente, Agustín señala una condición para que nuestra oración sea escuchada de modo eficaz. ¿No nos hemos preguntado muchas veces si Dios realmente escucha nuestras súplicas? Pues el santo Obispo de Hipona dice que para que la oración sea inefablemente escuchada, no es suficiente que se haga con humildad, confianza y perseverancia, sino que lo que se pida debe ser conveniente para nuestra salvación. ¿Por qué? El razonamiento de Agustín es que toda oración debe ser hecha en nombre de Cristo, y ¿no sería una contradicción que Dios nos concediera en nombre de su Hijo cosas contrarias a nuestra salvación? Por ello, Dios sabrá decirnos un no cuando las cosas que pedimos son malas o simplemente inoportunas. Y si ocurre que le pedimos algo que sí es bueno y lo hacemos con humildad, confianza y perseverancia, no es que Dios nos lo niegue, sino que quiere retrasar su respuesta: por razones conocidas por Él, espera el momento oportuno para escucharnos. Como lo hizo con ese corazón inquieto y deseoso de la verdad llamado Agustín.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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