Inicio Cómo Orar La contemplación de la belleza en Cristo Crucificado (Tercera parte)

La contemplación de la belleza en Cristo Crucificado (Tercera parte)

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La contemplación de la belleza en Cristo Crucificado (Tercera parte)

Pero ahora es preciso responder a una objeción […]: el mensaje de la belleza se pone radicalmente en duda a través del poder de la mentira, la seducción, la violencia y el mal. ¿Puede la belleza ser auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La realidad no es, acaso, malvada en el fondo?

¿Se puede hablar de belleza después del mal del siglo XX?

El miedo a que el dardo de la belleza no pueda conducirnos a la verdad, sino que la mentira, la fealdad y lo vulgar sean la verdadera «realidad», ha angustiado a los hombres de todos los tiempos. En la actualidad esto se ha reflejado en la afirmación de que, después de Auschwitz, sería imposible volver a escribir poesía, volver a hablar de un Dios bueno. Muchos se preguntan: ¿dónde estaba Dios mientras funcionaban los hornos crematorios? Esta objeción, para la que existían ya motivos suficientes antes de Auschwitz en todas las atrocidades de la historia, indica que un concepto puramente armonioso de belleza no es suficiente. No sostiene la confrontación con la gravedad de la puesta en entredicho de Dios, de la verdad y de la belleza. Apolo, que para el Sócrates dé Platón era «el Dios» y el garante de la imperturbable belleza como lo «verdaderamente divino», ya no basta en absoluto.

Aquel que es la Belleza misma, se ha dejado desfigurar el rostro

De esta manera volvemos a las «dos trompetas» de la Biblia de las que habíamos partido, a la paradoja por la cual se puede decir de Cristo: «Eres el más bello de los hombres» y «sin figura, sin belleza (…) su rostro está desfigurado por el dolor». En la pasión de Cristo la estética griega, tan digna de admiración por su presentimiento del contacto con lo divino que, sin embargo, permanece inefable para ella, no se ve abolida sino superada. La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega «hasta el extremo» y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia.

Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo, y no la mentira. No es «verdad» la mentira, sino la Verdad. Digámoslo así: un nuevo truco de la mentira es presentarse como «verdad» y decirnos: «más allá de mí no hay nada, dejad de buscar la verdad o, peor aún, de amarla, porque si obráis así vais por el camino equivocado». El icono de Cristo crucificado nos libera del engaño hoy tan extendido. Sin embargo, pone como condición que nos dejemos herir junto con él y que creamos en el Amor, que puede correr el riesgo de dejar la belleza exterior para anunciar de esta manera la verdad de la Belleza.

De todas formas, la mentira emplea también otra estratagema: la belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo para abrirlo al éxtasis de elevarse a las alturas, sino que lo aprisiona totalmente y lo encierra en sí mismo. Es una belleza que no despierta la nostalgia por lo Indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer. Es el tipo de experiencia de la belleza al que alude el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era «bello», bueno para comer y «agradable a la vista». La belleza, tal como la experimenta, despierta en ella el deseo de posesión y la repliega sobre sí misma. ¿Quién no reconocería, por ejemplo en la publicidad, esas imágenes que con habilidad extrema están hechas para tentar irresistiblemente al hombre a fin de que se apropie de todo y busque la satisfacción inmediata en lugar de abrirse a algo distinto de sí?

De este modo, el arte cristiano se encuentra hoy (y quizás en todos los tiempos) entre dos fuegos: debe oponerse al culto de lo feo, que nos induce a pensar que todo, que toda belleza es un engaño y que solamente la representación de lo que es cruel, bajo y vulgar, sería verdad y auténtica iluminación del conocimiento; y debe contrarrestar la belleza falaz que empequeñece al hombre en lugar de enaltecerlo y que, precisamente por este motivo, es mentira.

La Belleza salvará al mundo

Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: «¿Nos salvará la Belleza?». Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces hemos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz.

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