El silencio en la caridad fraterna
Hace unos meses, supe de un religioso que, al regresar de su visita familiar, expresó en comunidad la siguiente queja: “Decimos que la comunidad es nuestra familia, pero nada de eso. Acabo de estar en mi casa. ¡Qué ambiente! El amor y caridad que he recibido de mis familiares ha sido algo totalmente diverso de lo que recibo en comunidad. Ahora, al volver a la comunidad, la experimento como algo totalmente diferente de lo que viví en mi casa”.
No sé, cuantos de ustedes, consagrados y consagradas que leen estas líneas, se identifican con esa queja. Yo, debo decirlo, sentí una gran tristeza al conocer estas palabras.
La comunidad: mi familia de Dios
Como religioso que tuve que alejarme de mi casa y familia, siempre me ha interpelado la pregunta de Cristo sobre su madre y sus hermanos. Y he encontrado gran luz en la respuesta que Él mismo ofrece: “el que haga la voluntad de mi Padre, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Entendí que el seguimiento de Cristo no rompía mi corazón al alejarme de mis seres queridos sino, por el contrario, me impelía a ensancharlo para amar, como padre y hermano, a todos los que buscan al Señor.
Para vivir en comunidad, antes que nada, es necesario hacer silencio a tantas ideas desvirtuadas de comunidad que pueden pulular a nuestro alrededor. La comunidad no es, ciertamente, mi familia de origen. La comunidad es mi familia de Dios. Pero para vivir como familia de Dios hay que hacer muchos silencios.
Aprender en silencio a descubrir a Dios en sus miembros
Si la comunidad es familia de Dios, debo descubrir al Dios que hay en cada uno de sus miembros. Cada miembro es bueno pues tiene a Dios como creador; cada miembro es hijo de Dios pues el Padre lo ha acogido como adoptivo por medio del bautismo; cada miembro es esposo de Dios pues con Él, por medio de la profesión religiosa, ha creado una alianza de comunión. ¡Cuánto amor de Dios depositado en cada uno de los miembros de mi comunidad!
No soy ingenuo ni idealista. Soy consciente de los errores, descuidos, pasiones e, incluso, malicia que hay también en ellos, como lo hay en mí. Ante esta verdad, silencio, silencio. Es necesario hacer silencio en mi memoria, en mis sentimientos y, por que no, en mi imaginación, de todas esas exterioridades reales que acompañan la personalidad de mis compañeros; hacer silencio de prejuicios, fundados o no, para descubrir y tener siempre presente en la mente y el corazón la presencia divina en cada uno de mis hermanos religiosos.
Aprender en silencio a ser padre, madre y hermano
Tras esta visión sobrenatural, es necesario preguntarnos con qué actitud nos ponemos ante ellos. Es fundamental nuestra actitud para no caer en la queja del religioso que comenté al inicio. Cuando yo, religioso, visito mi familia, siempre soy el hijo o, al menos, el hermano huésped que viene de fuera. Y como tal soy tratado y me dejo tratar para no desairar a mis padres y hermanos. ¿Y cuándo regreso a la comunidad? ¡Qué triste sería que mi comunidad me tratara como huésped o como hijo! ¡Qué poca responsabilidad, por mi parte, si me dejara tratar de ese modo! Sería como un padre de familia que tras visitar a sus padres y recibir de ellos cariño y antojos, regresara a la familia, que él ha formado, exigiendo a la esposa y a los hijos el mismo trato que recibe de sus padres.
La comunidad es una familia, sí, lo es. Pero mi lugar en esa familia no es ser hijo, sino padre, madre y hermano de todos los demás miembros. A ellos me debo, soy responsable de ellos, pues de Dios he recibido a cada uno. Como unos padres reciben como don cada uno de los hijos indistintamente de sus cualidades o defectos, así cada religioso debe colocarse en comunidad con un corazón de padre y madre para acoger a los miembros de comunidad que Dios le regale, con sus cualidades y defectos, sus simpatías y antipatías. Pero esto requiere un gran silencio. Silencio de mis gustos, de mis opiniones, de mis planes y puntos de vista para acoger los gustos, opiniones, planes y puntos de vista de los demás. La comunidad, como mi familia de Dios, no es para recibir sino para dar, más aún, para darme a los demás.
Aprender en silencio a hacerse don
Demos un paso más. Cada miembro comunitario, incluido yo mismo, tenemos nuestras cualidades de personalidad o de formación. Todas ellas son dones de Dios. Todo don, además de beneficiar a quien lo recibe es don para los demás. ¡Qué triste el refrán acuñado en la vida de convento: “en comunidad no muestres tu cualidad”! No, este dicho no tiene nada que ver con el religioso que sabe hacer silencio de sus propias pretensiones para hacerse don para los demás. Será necesario hacer silencio del propio cansancio y pereza, silencio de falsas humildades para ser servidor de todos; será necesario hacer silencio de una justicia minimalista y con medida, para hacerse don al servicio de todos y cada uno de mis hermanos de comunidad.
Pero también están los dones de los demás. Dones, sí, que están al servicio mío y que de ellos me beneficiaré. Pero, también, como padre que pondera las cualidades y habilidades de sus hijos, así yo seré pedestal que ensalce los dones que mis hermanos han recibido. Para ello será necesario hacer silencio de envidias, vanidades y comparaciones.
Aprender en silencio a perdonar
No podemos olvidar los defectos. Siempre están ahí. En los demás y en uno mismo. Sería un idealismo pensar o pretender que en la vida comunitaria no existiera esta realidad con todas sus diversas manifestaciones y consecuencias: errores, fallos, perezas, equivocaciones, individualidades, malos entendidos, descuidos, olvidos, susceptibilidades, despistes, egoísmos, irresponsabilidades, comparaciones, y un largo etcétera. ¿Qué hacer con esta larga lista de defectos y dificultades que aparecen en la convivencia? Lo mismo que hay que hacer en cualquier otro tipo de convivencia humana pues ninguna está exenta de estas situaciones.
Recuerdo una joven que en una ocasión se me describió como una rosa. “Soy, decía, una joven con cualidades, con hermosos pétalos, forma y fragancia, pero también ¡con unas espinas!”. Así es, la comunidad es un manojo de rosas que juntas ofrecen una imagen hermosa y gustosa, pero que encierra frecuentes roces, pinchazos y heridas. ¿Qué hacer?
Silencio para aceptarnos
Considero necesarias dos actitudes personales. En primer lugar, de cara a los propios defectos se requiere una actitud de trabajo y superación junto con un sano realismo. Es decir, hay que reconocer que los defectos personales, sobre todo si son de temperamento pero también si son adquiridos, no son superables en su totalidad. Esto implica trabajo serio y exigente por formar hábitos contrarios al defecto, pero también hacer silencio de nuestras ínfulas de perfeccionismo con el fin de aceptarnos como somos, no obstante el mal que podamos hacer a los demás, con nuestras espinas personales.
Silencio para aceptar y crecer
¿Y de cara a los defectos ajenos? Si la otra persona fuera, en verdad, una rosa, la primera recomendación sería evitar coger la rosa por donde tiene una espina. ¿Qué significa esto en la práctica del trato personal? Pues significa hacer silencio de todas las circunstancias negativas enumeradas hace poco. Hacer silencio no significa ignorarlas sino acallarlas en el interior, no darles vueltas, no estar constantemente pensando en ellas, sobre todo si no está en nuestras manos, como ocurre frecuentemente, la solución y superación de tales hechos. Muchas veces, ciertos miembros de la comunidad parece que les encanta volver y volver sobre lo negativo que hay en la convivencia religiosa.
Pero hay otro modo de enfrentar los defectos ajenos. Se trata de acogerlos como retos y posibilidad de crecer en la caridad. Cada defecto o circunstancia negativa que surja en la convivencia comunitaria es una oportunidad para ensanchar el propio corazón de modo que en él pueda entrar también las personas con ese defecto. Es necesario hacer silencio de las quejas pues quejarse del modo de ser del otro es no querer superarse a sí mismo. Por el contrario mantenerse en el respeto y la caridad cuando se experimenta las deficiencias ajenas es tomar en serio el amor a los enemigos y la caridad universal que Cristo enseñó.
Conclusión. Formar la virtud del silencio, además de ayudar en la relación con Dios, nos ayudará también para promover la vida de caridad en la comunidad.
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