TERCER MISTERIO
El anuncio del Reino de Dios y la invitación a la conversión.
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio». (Mc 1, 15)
En la liturgia del miércoles de ceniza, se nos recuerda con esta frase y la imposición de ceniza el llamado de Jesús a la conversión. Evangelio significa «buena noticia». Cuando Jesús comienza su predicación itinerante, esto es lo primero que dice al pueblo que lleva esperando dos mil años la llegada del Mesías salvador. Los judíos que le escuchaban, si creían, tendrían motivos para alegrarse: «El tiempo se ha cumplido, os traigo buenas noticias… ¡el Reino de Dios está cerca!». ¿Y por qué entonces la ceniza? Los cuarenta días de la Cuaresma comienzan con un anuncio alegre y un recordatorio penitencial. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
Tal vez convendría ir al meollo desde el principio y preguntarnos: ¿qué es este Reino de los cielos? Jesús se esforzará por explicárselo a los discípulos, que tardarán en entenderlo casi tanto como nosotros. Se imaginan, como Sancho Panza, un reino con beneficios pecuniarios, tierras, honores y prestigio, casa segura, poder y gloria. Un Reino en el que hay mayores y menores, en el que unos valen más que los demás, en el que la proximidad al Rey alimenta el ego. Y Jesús pacientemente, aclara una y otra vez:
«En aquel momento se acercaron a Jesús los discípulos y le preguntaron: «¿Quién es el mayor en el Reino de los Cielos? Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “Os aseguro que, si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, el mayor en el Reino de los Cielos será el que se humille como este niño”». (Mt 18, 1-4) Jesús repetirá más adelante: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos». (Mt 19,14) Es un Reino de gente humilde, sencilla. Pero todavía qué es ser humilde, qué es hacerse como niños, no les queda del todo claro.
Poco después, Jesús añade: «Os aseguro que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos. (…) Al oír esto los discípulos, llenos de asombro, decían: “¿Quién se podrá salvar entonces?” –…se está hablando de salvación cuando se habla del Reino de los cielos… algo comienza a iluminarse…- Jesús mirándolos fijamente, dijo: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible». (Mt 19, 23.25-26) Algo parecido le preguntará Nicodemo, aquel magistrado judío que acudió a Jesús de noche y recibió del Maestro esta respuesta: «En verdad, en verdad te digo que el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios». (Jn 3,3)
Convertirse… cambiar y hacerse como niños… nacer de nuevo. Son imágenes que dicen lo mismo, que nos permiten imaginar una novedad de vida. Porque convertirse al Evangelio es creer en buenas noticias, y cambiar para ser niños es volver a colocarse en disposición de acoger una vida que se nos ofrece y que se abre toda por delante; y nacer de nuevo… Nicodemo se asombra: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3, 4) Cuántas personas desearían en el fondo tener esta oportunidad. Y rehacer caminos que se torcieron al andar, o que resultaron callejones sin salida; errores irreversibles; faltas de amor a seres queridos, heridas causadas que en la conciencia pesan como plomo, y cuanto más viejos más se acumula… lo sabe bien Jesús cuando ante la adúltera rodeada de escribas y fariseos les dice a estos: «aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Y se fueron escabullendo, uno tras otro, «comenzando por los más viejos» (Jn 8,9).
Jesús responde a Nicodemo «en verdad te digo que el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu. No te asombres de que te haya dicho que tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 5-8). Para Dios todo es posible… y un soplo nuevo revestirá nuestra carne; «porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
El Rey es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre; su Reino, su vida en nosotros, por el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones. Dirá Gregorio Nacianceno que «lo que no ha sido asumido no puede ser salvado». Él ha asumido nuestra humanidad por completo, en todo excepto en el pecado. Y aquello que estaba muerto por el pecado, volverá a la vida, no porque multipliquemos obras buenas, inundemos el templo de velas o la agenda de propósitos cuaresmales -y de paso vaciemos de kilos la báscula, para alimento, reconozcámoslo, no de la fe sino del ego- sino porque el poder del Espíritu vencerá nuestras impotencias; el Padre inundará de misericordia nuestro pasado; Jesucristo morirá entregándonos su vida para tomarla de nuevo resucitando de entre los muertos, y «su Reino -en el que quiere que vivamos con Él- no tendrá fin».
No se trata de emprender el camino a base de ejercicios de virtud, ni siquiera de poner un esfuerzo en «ayunar de ego». Sino de reconocer con radical sinceridad -eso, digámoslo: con profunda humildad- que hay un hombre viejo en nosotros que nos conduce a la tumba, de la que solos no podemos salir; y entonces como un niño, volver los ojos esperanzados, confiados, con sencillez creyente, con el asombro gozoso de un pequeño vuelto al Padre, acoger la salvación, la vida eterna, que el Hijo del Padre nos ha obtenido ya, y entonces sí, vivir a fondo de este amor que es vida donada.
Pues ¿qué es un niño sino por definición, un hombre nuevo?
Guiados por el Espíritu, donde Él nos lleve, somos conducidos más allá de nuestros pensamientos (meta-nous: metanoia, conversión) para que el Evangelio ilumine nuestra mente, revista nuestro corazón, anime nuestra vida.
En el mosaico que contemplamos, vemos a Jesús empuñando los remos de la barca de Pedro. Pedro era un pescador experimentado, con barca propia y jornaleros. Un día Jesucristo le indicó dónde encontrar peces, tras una noche de bregar inútilmente: «Boga mar adentro y echad vuestras redes para pescar». (Lc 5, 4) Sucedió el milagro. Las redes se llenaron. Y Pedro se arrojó a los pies del Señor: «apártate de mí que soy un hombre pecador». (Lc 5, 8) Es el amor ilimitado del Salvador el que nos permite reconocer nuestros límites y arrojarnos a sus pies, a sus brazos, a su corazón. Y Jesús respondió a Pedro: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres». (Lc 5, 10) La Palabra de Jesús no sólo confiere a Pedro una misión, sino le desvela el sentido último de su vocación de pescador -boga mar adentro, serás pescador de hombres-. Jesús remará en la barca de Pedro -símbolo de la Iglesia-, y el discípulo se dejará llevar por el Maestro, como un niño de la mano de su padre. Pedro vivirá así, como vivimos todos por el bautismo, surcando el mar con el Rey, en el dinamismo histórico de un Reino que «ya está entre nosotros» (cfr. Lc 17,1) hacia el cumplimiento definitivo del Reino preparado por el Padre para nosotros desde la creación del mundo (cfr. Mt 25, 34).