Hemos dedicado los tres capítulos anteriores a reflexionar sobre el silencio del espíritu, es decir, el silencio que Dios produce en el alma con el fin de centrar el corazón en Dios mismo, y solo en Dios. Hablamos del silencio de las criaturas que es como si las criaturas dejaran de hablarnos y no realizaran las funciones para las que han sido creadas.
Dios nos alza desde las cosas del Señor hasta alcanzar al Señor de las cosas. Presentamos el silencio de uno mismo con el que Dios Padre otorga al alma la capacidad de pasar de la fidelidad a la voluntad divina a la búsqueda prioritaria del amor a Dios. Comentamos sobre el silencio del propio amor, con el que el Señor logra pasar del amor a Dios, a tenerle a Él, cada vez más, como centro de nuestro corazón.
Dios calla
Ahora trataremos del silencio de Dios. En este grado, es Dios quien, aparentemente, guarda silencio. No habla. De este modo, poco a poco, el Señor provoca que el alma no espere los dones de Dios, sino que busque solamente a Dios mismo. Sería la locura del amor aplicado a la relación amorosa entre Dios y uno mismo. El alma conoce tanto el amor de Dios que no pretende nada de Él. Simplemente descansa en Él.
Es capacitar al alma para mantenerse en el amor, incluso, en el absurdo que Dios dejara de amarnos. Sería alcanzar en el alma la posibilidad de donar a Dios un amor gratuito. Queda claro que solamente es posibilidad, pues nunca el alma necesitará ejercitar un amor gratuito a Dios, pues siempre el amor de Dios es primero, incluso cuando pareciera que Dios no ama ni experimentemos su amor de modo alguno.
En realidad nos estamos refiriendo a la purificación de las virtudes teologales que son los medios que ayudan a mantenernos en relación con Dios.
Dios no oye
El primer paso es el silencio del conocimiento sobre Dios. Un hijo llega a conocer el amor del padre hasta tal punto que sabe perfectamente qué permiso le va a conceder y cuál no. Así, la persona espiritual pide a Dios aquello que sabe que el amor divino le concederá. Pero, llega un momento que Dios no escucha nuestras peticiones. ¿Acaso Dios se hace sordo a nuestros intereses? El amor, lo sabemos, sufre mucho cuando no recibe respuesta del amado. Ante una negativa, el amor se siente escuchado aunque no comprendido. En cambio cuando no hay respuesta alguna, el amor se siente totalmente confundido pues ni si quiera se le ha prestado atención.
¿Ha dejado Dios de amar con el mismo amor de antes? Ciertamente no. Dios tiene siempre sus oídos abiertos para las peticiones de cada uno de nosotros. Ninguna de nuestras palabras pasa desapercibidas para el Señor. Jesús enseñó que el Padre conoce perfectamente nuestra necesidad y no requiere que se lo pidamos. Más aún, su amor providente siempre está concediéndonos lo que necesitamos, antes que nos demos cuenta de la necesidad. Además, al no responder, Dios corrige un cierto error. En ocasiones sentimos una sutil exigencia de que Dios tiene que escuchar nuestros buenos deseos. El silencio divino ante nuestras peticiones ayuda a comprender que no es Él quien tiene que adaptarse a nosotros sino nosotros a Él.
Es lo que descubrimos en Getsemaní. Parecería razonable que un Padre Amor tuviera que escuchar la petición de evitar el trance por el que debía pasar su Hijo. En cambio, Cristo, con su actuar, nos recuerda que la voluntad humana alcanza su cumplimiento cuando asume la voluntad divina. En realidad, el silencio de Dios a nuestras peticiones, ayuda al alma a no quedarnos en el conocimiento humano que tenemos de Dios sino a vivir de la fe en Él. Y, en consecuencia, deja de pedir cosas y se limita a alabar y a adorar.
Dios no socorre
Un segundo paso es el silencio de la fe en la persona de Dios Padre. El niño se sabe protegido por su padre. Con él a su lado, se siente seguro de no caerse cuando da los primeros pedaleos en la bicicleta. Llegado un momento, el padre deja solo al hijo, lo abandona; pero ante un titubeo, aparece la mano protectora del papá. Algo similar ocurre en la relación con Dios. Sabemos que Dios es Dios, digno de alabanza y adoración, que mientras está a nuestro lado, todo lo podemos. Pero, llegado un momento, Dios se oculta. No solamente no responde, se esconde. ¡Cuánto dolor en el corazón de la persona que ama al no encontrar al amado!
¿Cómo puede Dios esconderse de quien lo ama y hacerle sufrir de ese modo? Fue lo que experimentó Jesús en lo alto de la cruz al exclamar: “¿Por qué me has abandonado?”. Estas palabras de abandono no son un grito de desolación o desesperación; no son certeza de saberse solo. Es la afirmación de abandono de quien tiene la certeza de que, cuando el Padre sepa que es oportuno, actuará. Envuelto en el silencio de Dios, sin experimentar su presencia, se dirige a Él, con la sencillez del hijo, llamándole Padre, en quien entrega su vida y su espíritu. Igualmente, el alma alcanza tal grado de fe en el amor de Dios, que, consciente de no necesitar de sus peticiones, ¿ni alabanzas?, confía totalmente en Él, viviendo en su presencia, cierta de ser cuidada y de recibir de Él todo lo que verdaderamente necesita.
Espera la segunda parte la siguiente semana…
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