Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo.
Recorramos todas las generaciones y aprenderemos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a él. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido.
De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia, diciendo: Por mi vida, oráculo del Señor, juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta; y añade aquella hermosa sentencia: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: «Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís: «Padre», os escucharé como a mi pueblo santo».
Queriendo, pues, el Señor que todos los que él ama tengan parte en la penitencia, lo confirmó así con su omnipotente voluntad.
Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su misericordia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia que conduce a la muerte.
Seamos, pues, humildes, hermanos, y deponiendo toda jactancia, ostentación, insensatez y los arrebatos de la ira, cumplamos lo que está escrito, pues lo dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza; el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, para buscarle a él y practicar el derecho y la justicia; especialmente si tenemos presentes las palabras del Señor Jesús, aquellas que pronuncio para enseñarnos la benignidad y la longanimidad.
Dijo, en efecto: Sed misericordiosos, y alcanzaréis misericordia; perdonad, y se os perdonará; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad, y se os dará; no juzguéis, y no os juzgarán; como usareis la benignidad, así la usarán como vosotros; la medida que uséis la usarán con vosotros.
Que estos mandamientos y estos preceptos nos comuniquen firmeza para poder caminar, con toda humildad, en la obediencia de sus santos consejos. Pues dice la Escritura santa: En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras.
Como quiera, pues, que hemos participado de tantos, tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz.
Carta a los Corintios 7,4-8,3; 8,5-9; 13,1-4; 19,2