Salvar a alguien

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Salvar a alguien

Una de mis principales motivaciones como socorrista de la Cruz Roja, cuando tenía 15 años, era la posibilidad de salvar a alguien. Junto a otros socorristas, con el apoyo de un equipo de paramédicos de San Diego, CA., alcanzamos suficiente técnica para ello. No sólo dominamos lo básico, como la resucitación cardiopulmonar; también el soporte vital avanzado.

 

Salvación relativa o definitiva

De hecho, pudimos “salvar” muchas vidas. Nos sentíamos realizados con cada nueva “victoria” sobre la muerte. Con el tiempo, siendo ya estudiante de medicina, caí en la cuenta de que esa “salvación” era, en realidad, un tanto relativa. Tarde o temprano, esa gente moriría de cualquier forma.

¿Cuál era, entonces, la verdadera salvación? Sólo cuando sentí el llamado de Dios al sacerdocio, a la “medicina de las almas”, supe que estaba ante una tarea de salvación de otras proporciones.

Como sacerdote podría colaborar en la salvación definitiva, eterna, de las personas. La diferencia me pareció abismal.

Domingo mundial de las misiones

La salvación completa y definitiva del hombre: ¡ésa es la misión de la Iglesia! De todo el hombre y de todos los hombres. Sin distinción de raza, lengua o nación.

Por eso, la Iglesia, desde sus inicios, es una Iglesia misionera; una Iglesia en misión permanente, como ha expresado el Documento de Aparecida. En realidad, ése fue el mandato original y, en cierto modo, fundacional que Cristo dio a los apóstoles: «Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones». Es lo que solemos llamar el mandato misionero.

La Iglesia celebra hoy el Domingo Mundial de las Misiones. Las “Misiones” nos remiten, casi inconscientemente, a la imagen de un misionero o una misionera enseñando el catecismo en tierras no cristianas. Y ciertamente ésa es la misión por antonomasia: enseñar a quienes no han recibido la fe cristiana.  La Iglesia le llama misión “Ad gentes” (literalmente, misión a los “gentiles”; es decir, a los que no conocen a Cristo).

Hoy, sin embargo, son millones los que, habiendo nacido en tierras cristianas, viven alejados de la fe, en una especie de neo-paganismo, de analfabetismo cristiano. Ante esta realidad, sobre todo en países de raíces cristianas, la Iglesia ha tomado conciencia del nuevo rostro de su misión. Y le ha puesto nombre: “Reevangelización” o “Nueva Evangelización”.

¿Qué es la Nueva Evangelización?

Ahora mismo, en estos días, obispos de todo el mundo se encuentran en Roma, celebrando una reunión especial (un Sínodo) sobre la Nueva Evangelización. La nueva evangelización tiene una finalidad muy concreta: comunicar el mensaje de Cristo al corazón de los cristianos que viven alejados de Dios, de la Iglesia, de la fe.

Muchos de ellos son “creyentes”, pero a su modo; sin práctica ni compromiso. Como explica Massimo Introvigne, experto en sociología de la religión, el gran fenómeno religioso de nuestro tiempo es “creer sin pertenecer” (citando a Grace Davie: “Believing without Belonging”).

Juan Pablo II resume así la situación: «Grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una “nueva evangelización” o “reevangelización”» (Redemptoris missio, n. 33).

Benedicto XVI, por su parte, en su Mensaje para esta Jornada Mundial de las Misiones, dice que muchas personas viven sin conocer el amor de Dios. Más aún, no han experimentado la paternidad de Dios.

Esta última frase ayuda a entender el núcleo de la nueva evangelización: Dar a conocer de nuevo a los hombres el rostro amoroso de Dios.

La misión de la Iglesia no es, en definitiva, sino dar continuidad de la misión de Cristo. Y Él vino a revelarnos, en síntesis, que Dios existe y que ese Dios nos ama, porque Él es Padre y nosotros somos sus hijos.  Podría decirse, en este sentido, que la Nueva Evangelización busca que la humanidad de hoy deje de creerse y sentirse huérfana.

Una sociedad huérfana de padre

En el fondo, quien se aleja de Cristo y de la Iglesia, corre el peligro de no captar que ese Ser Supremo –en el que tantos dicen creer “a su modo”– tiene un rostro concreto.

Un rostro que Cristo, su Hijo, nos ha revelado plenamente. Es el rostro de un verdadero y amoroso Padre –que incluye, por lo demás, tantos rasgos maternos–.

Cuando el hombre pierde la experiencia de la paternidad de Dios, pierde una noción esencial de su propia existencia: la de ser hijo.

Y quien pierde la noción de su filiación; es decir, quien no se sabe ni se siente hijo, en el fondo no se sabe ni se siente amado, arropado, querido por sí mismo.

El Concilio Vaticano II –al que estaremos haciendo especial referencia en este Año de la Fe– declaró, precisamente, que el ser humano es «la única creatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma» (Gaudium et spes, n. 24). Es decir, absolutamente, sin condiciones, sin intereses, sin más razón que “porque sí”.

Salvarse creyendo

El gran desafío de la Iglesia hoy es convencer al hombre de ser hijo de Dios y ayudarlo a sentirse profundamente amado por Él. Dios no nos ama porque somos buenos; nos ama porque somos sus hijos.

Sólo hay que creer en ese amor para salvarse. Pero aclaro inmediatamente que ese creer es mucho más que un “estar enterado”; es adherirse al amor de Dios y a todo lo que expresa ese amor –por ejemplo, sus mandamientos–.

Salvar a alguien más

 

«Quien crea y se bautice, se salvará», dice el Evangelio (Mc. 16, 16). Salvar a alguien hoy significa ayudarle a creer en el amor de Dios; a abrirse a ese amor; a aceptar ese amor.

La misión nos compromete a todos. Es decir, todos estamos llamados a salvar a alguien más comunicándole la experiencia del amor de Dios. Si logras que alguien más conozca y sienta el amor de Dios, estás de lleno en la misión.

Al menos a mí, como sacerdote, lo que más me entusiasma de mi vocación es ser instrumento del amor de Dios para las almas. Hoy es mi mayor motivación.

María, hija del Padre

María es el ejemplo perfecto del alma que se siente en brazos de su Padre Dios. En su corazón, ella nunca dejó de ser y sentirse hija de Dios.

Que Ella nos ayude a sabernos y sentirnos muy amados como hijos de Dios y a comunicar esa experiencia a los demás con nuestro propio amor y comprensión.


La Palabra de Dios debe ser la materia fundamental de nuestros diálogos con Dios en la oración personal. Ojalá que este comentario a la liturgia del domingo XXII te sirva para la meditación durante la semana. Agradecemos esta aportación al P. Alejandro Ortega, L.C.  (consulta aquí su página web)

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