Meditación: Señor, no dejes de llamar a mi puerta

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El silencio en el apostolado (Segunda Parte)

XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO  (Sb 11, 22-12, 2; Sal 144; 2 Tes 1, 11 – 2,2; Lc 19, 1-10)

Lecturas

«Señor, te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado» (Sb).

«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal).

-«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.» (Lc).

Contemplación

Si comprendiera lo que significa el amor de Dios, si vibrara mi corazón por el abrazo entrañable de quien me ha dado el ser, y en su providencia amorosa ha querido que yo existiera; si me diera cuenta hasta qué extremo soy habitado por la presencia de quien me hace persona amada, acompañada y perdonada; si fuera consciente de que el Dios único, el Creador de todo lo que existe es quien me conoce, y desea mi amistad y relacionarse conmigo, como padre, amigo, compañero, huésped… ¡Cómo gozaría el don de la fe!

La prueba más evidente del amor de Dios es mi existencia; si Él no me amara, yo no existiría, y ¡tantas veces! recorro los días de manera inconsciente, sin gustar el privilegio de saberme mirado, llamado, invitado por el Señor a ser su anfitrión.

Si al menos como el centurión del Evangelio, no me sintiera digno de recibir en mi casa la presencia divina… Pero lo que me acontece es que vivo como confesaba San Agustín: «Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo».

Señor, no dejes de llamar a mi puerta, de invitarte a mi casa. Tienes derecho de entrar en la morada que Tú mismo has constituido templo tuyo. Pero no llames solo porque tienes derecho, sino porque soy pecador y necesito tu paso, tu misericordia, que me hagas testigo de tu generosidad para que, como le ocurrió a Zaqueo, brote de dentro de mí la reacción magnánima, generosa y solidaria.

Resuenan en mí las expresiones de san Francisco de Asís: «Dios, mi Dios». «Dios, mi todo». «Sumo bien», «Total bien». Y las de San Agustín: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!


Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente (consulta aquí su página web)

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