El silencio es elocuente cuando se comparte entre dos personas.
Todos hemos experimentado, sea en primera persona, sea observándolo en otros, qué frustrante y a veces hasta insufrible es el esfuerzo de comunicación cuando uno de los interlocutores habla y el otro calla. Así de sencillo: cuando el hijo pregunta y el padre no responde, cuando el trabajador expone un problema laboral y el jefe no se da por aludido, cuando el mail se envía y no vuelve de regreso, cuando la esposa cuenta los sucesos del día y el esposo a duras penas esboza un gesto que tanto podría ser aprobatorio como decir: “realmente no me interesa demasiado todo eso”, cuando alguien se pelea a gritos y el otro responde con mutismo.
No resulta difícil imaginar escenas que incluyan este tipo de expresiones:
- ¿por qué no me contestas?
- ¡tú no me escuchas cuando hablo!
- Es que tú no me haces caso
- ¿Estás sorda?
La comunicación funciona cuando nos colocamos ambos en el mismo canal. Si el diálogo se da con palabras, con gestos, con miradas o con simple compañía, no tiene al final demasiada importancia.
Si uno desea hablar, el que le ama se esforzará por responder y nacerá el diálogo.
Pero… ¿y si uno desea callar? ¿Qué ha de hacer el que ama? Dependerá de las circunstancias pero a veces, tal vez, exactamente eso: callar también, acompañar en el silencio, compartir el silencio.
¿No será así también con Dios?
En realidad, sí. Un estupendo y fecundo camino para comunicarse con Dios en tiempos de silencio de Dios, es precisamente callar.
Crecer en el silencio interior. Acallar ruidos interiores. Aprender el lenguaje del desierto.
Aprender a callar
Nada enseña a callar como la vida de oración, escribe el teólogo jesuita Irenée Hausherr, “uno no ama estar solo sino para gozar de una compañía más deseable; uno no se dedica al silencio sino para gozar de un coloquio interior”, o siquiera, como para los antiguos monjes, esforzarse por “que el espíritu esté absorto siempre en las cosas de Dios” (Casiano). Para los Padres del desierto, explica el padre Irenée, el silencio es como la celda interior donde habita permanentemente el hombre de oración y de la que no saldrá nunca, ni siquiera cuando por motivos de caridad o de necesidad tenga que salir de su “celda visible”.
Quien no sabe amar el silencio se sentirá herido tanto por el silencio de Dios como por el de los demás. No sabrá deletrear el amor que se ofrece en sencillez, desnudo de palabras, enhebrado en la vida misma.
El padre carmelita Ma. Eugenio del Niño Jesús, escribe:
“Para el espiritual que ha gustado a Dios, silencio y Dios parecen identificarse, porque Dios habla en el silencio, y sólo el silencio parece poder expresar a Dios. De ahí que para encontrar a Dios ¿adónde irá sino a las profundidades más silenciosas de sí mismo, a esas regiones tan ocultas que nada las puede turbar? Cuando ha llegado a ellas, preserva, con un esmero celoso, ese silencio que Dios regala. Lo defiende contra toda agitación, hasta de sus propias potencias. (…) Este movimiento del alma hacia las profundidades silenciosas es para amparar celosamente allí la pureza de su contacto con Dios (…)”. (Quiero ver a Dios, pp.418-419)
A este encuentro silencioso de abundante amor se refería san Juan de la Cruz en aquellos versos cargados de simbolismo:
Mi Amado: las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.
Silencio para escuchar
«Habla Señor que tu siervo te escucha» (1Sam 3,9), respondió el niño Samuel a Dios que le llamaba en medio de la noche. En un íntimo silencio hecho acogida la Sma. Virgen María conservaba y meditaba en su corazón los acontecimientos de su vida. Se calla para percibir mejor el pensamiento del interlocutor o para dejarlo expresarse libremente, dice el Card. Špidlík. ¿De qué silencio se trata entonces?
Del silencio de la atención. El que nos permite escuchar y acoger, recibir totalmente al otro cuando estamos juntos. De la misma manera que dos personas que se encuentran en una conversación requieren la una de la otra la máxima atención, el encuentro de Dios con el hombre pide esta condición esencial: no ser interrumpidos. Ni por los demás. Ni por uno mismo. Es incomodísimo, por ejemplo, estar conversando de temas serios y que interesan a ambos con un amigo y que llegue alguien más a introducirse en la plática. Si además se trata de un diálogo entre enamorados, la interrupción puede ser recibida hasta con enojo. El silencio exterior, en la oración, entraría en este ámbito. Los santos y místicos de todos los tiempos invitan a buscar la soledad con Dios cuando queremos orar. Es conocida la definición de oración de santa Teresa de Jesús: “orar es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. El silencio exterior, pues, implica soledad y también ausencia de ruidos, búsqueda de un espacio de serena intimidad.
Resulta también enojoso para un paciente el que el médico esté constantemente atento a los mensajes electrónicos o a los avisos del celular durante su visita, a veces se ve caminar por la calle a una pareja tomados de la mano, mientras el novio o la novia están leyendo o escribiendo en su celular con la otra mano. A esto podríamos comparar las innumerables distracciones y pensamientos que nos asaltan durante los momentos de oración. El silencio interior, que es silencio de los pensamientos, de la imaginación, de los afectos, es el silencio que nace de la atención amorosa del corazón. El esfuerzo ascético para un creciente recogimiento de los sentidos y las facultades del alma ha sido recomendado en todas las escuelas de espiritualidad a lo largo de la historia.
No olvidemos, sin embargo, que para el cristiano que ha sido sumergido, con el bautismo, en el costado abierto de Cristo y se sabe permanentemente inhabitado por la Santísima Trinidad –todo un Dios que le ama infinitamente desde el fondo de sí mismo-la mente puede divagar durante los momentos de oración, pero el corazón centrado en Dios permanecerá a Él atento, a su presencia, a su voluntad. La mente puede distraerse, pero el corazón que ama y se sabe amado, no. Centrar el corazón en Dios es, pues, la tarea de la vida interior, que bien vale la pena: es tarea de amor.
Silencio para esperar
El silencio de la atención es también el silencio de la espera. En una reciente homilía dominical, el padre Marko Ivan Rupnik, reconocido teólogo y artista, comentaba el pasaje evangélico de la viuda insistente (Lc 18, 1-8). El evangelista Lucas indica al inicio del pasaje que Jesús propuso esta parábola para inculcarnos que “era preciso orar siempre sin desfallecer”. En su explicación, el padre Rupnik aclaraba el sentido de esta frase: es preciso orar siempre para que no nos desanimemos, para que no perdamos los ánimos, precisamente porque si no rezamos nos cansamos. La viuda, imagen del pueblo de Israel, imagen también de las primeras comunidades cristianas que sufrían, representa al alma que no cesa de orar en la espera de que Dios actúe, de que Dios obre en nosotros y en el mundo la salvación. Nos parece que Dios se retrasa siempre –según nuestros criterios, según nuestros tiempos medidos muy humanamente-, nos parece que nuestra paciencia no llegará a soportar tanto, nos parece que su silencio acaba siendo tremendamente pesado, viene la tentación de la impaciencia, de querer obrar nosotros por nuestra cuenta sin esperar la intervención de Dios, de actuar “nuestra propia justicia” pues la de Dios parece que no llega. Pregunta Jesús: “¿No hará Dios justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto”. ¿Pronto? Y sin embargo está invitando a esperar, a seguir orando, a confiar que llegará.
El versículo siguiente se pregunta –con el eco de la Parusía, la venida de Jesús en los últimos tiempos-: “cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?” ¿Encontrará acogida, gente mansa y humilde que habrá sabido esperar el tiempo de Dios en su vida? Ha dicho “pronto”, se ha referido después a los últimos tiempos. Sí, Dios muchas veces retrasa su intervención para que nuestro corazón se disponga a acogerle a Él, en sus modos, en sus caminos, en su forma de hacer justicia, en sus planes. Es el tiempo del Espíritu Santo. El espacio silencioso en el que, mientras aguardamos, el Espíritu trabaja nuestro corazón edificando en nosotros el Cuerpo de Cristo, renovándonos interiormente, purificando nuestras expectativas y gestando en nosotros las disposiciones interiores para recibir con un corazón puro al Dios que vendrá sin falta.