Vida
San Anselmo nació en Aosta (Italia) en 1033 de noble familia. Desde muy niño se sintió inclinado hacia la vida contemplativa. Pero su padre, Gandulfo, se opuso: no podía ver a su primogénito hecho un monje; anhelaba que siguiera sus huellas. A causa de esto, Anselmo sufrió tanto que se enfermó gravemente, pero el padre no se conmovió. Al recuperar la salud, el joven pareció consentir al deseo paterno. Se adaptó a la vida mundana, y hasta pareció bien dispuesto a las fáciles ocasiones de placeres que le proporcionaba su rango; pero en su corazón seguía intacta la antigua llamada de Dios.
Su austeridad ascética le suscitó fuertes oposiciones, pero su amabilidad terminaba ganándose el amor y la estima hasta de los menos entusiastas.
Fue elevado a la dignidad de arzobispo primado de Inglaterra, con sede en Canterbury, y allí el humilde monje de Bec tuvo que luchar contra la hostilidad de Guillermo el Rojo y Enrique I. Los contrastes, al principio velados, se convirtieron en abierta lucha más tarde, a tal punto que sufrió dos destierros.
Fue a Roma no sólo para pedir que se reconocieran sus derechos, sino también para pedir que se mitigaran las sanciones decretadas contra sus adversarios, alejando así el peligro de un cisma. Esta muestra de virtud suya terminó desarmando a sus opositores. Murió en Canterbury el 21 de abril de 1109. En 1720 el Papa Clemente XI lo declaró doctor de la Iglesia.
Aportación para la oración
San Anselmo era un genio metafísico que, con corazón e inteligencia, se acercó a los más profundos misterios cristianos. Estudió a fondo los misterios de la filosofía y la teología. Sus dos obras más conocidas son el Monologio, o modo de meditar sobre las razones de la fe, y el Proslogio, o la fe que busca la inteligencia.
Y en esto vemos la gran aportación de este docto teólogo para la oración: todo cristiano debe impregnar cada vez más su fe de inteligencia, en espera de la visión beatífica. En esto él era ejemplo: se metía a fondo a estudiar, a intentar descubrir la profundidad de lo que meditamos, de lo que creemos. Pero, al mismo tiempo, era tal su ardor y humildad, que sabía que la razón tenía sus límites y que la fe alargaba la visión meramente racionalista.
Porque, en definitiva, tenemos que buscar razones de nuestra fe, no contentarnos sólo con aceptar lo que creemos y ya. Pero, al mismo tiempo, debemos ser simples y sencillos en lo que creemos y estudiamos. Es un equilibrio que logró muy bien nuestro santo de hoy, que fue llamado el padre de la filosofía medieval escolástica.
Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.
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