La Encarnación del Hijo de Dios

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PRIMER MISTERIO (I)

La Encarnación del Hijo de Dios

En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella, y sin ella nada se hizo. Lo que se hizo en ella era la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. (…) La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, cuando viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, pero el mundo no la conoció. Vino a los suyos, mas los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; estos no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios. Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.  (Jn 1, 1-5; 9-14)

Podríamos introducirnos en la contemplación de los misterios de la vida de Cristo desde muchos puntos de vista. Para quien reza el Santo Rosario, el deseo de hacerlo con María se transforma paulatinamente en el deseo de contemplarlos “en María” y “desde María”. Procuraremos aproximarnos así, mientras le pedimos a Ella que nos abra los secretos de su oración.

¿Pero cómo volver la mirada al momento de la Encarnación del Verbo desde el corazón de la Madre de Dios? Bendice, Madre, nuestro atrevimiento, tú que fuiste hecha transparente por la gracia, para que a través de ti escuchemos la Palabra que desea encarnarse en nuestras vidas.

El texto de Lucas nos coloca en un espacio y tiempo muy determinados: “En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre que se llamaba José, de la descendencia de David; y el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26). Así llegamos también nosotros: con toda la pequeñez y concreción de nuestra vida, en este día y lugar en que esta personita que somos toma entre los dedos las cuentas del rosario.

Está por entrar en la historia un Hombre que cambiará la historia. Más aún, por quien se hizo la historia. En realidad, el Señor de la historia. Está por descender a un pueblo olvidado en los mapas de la época, el Rey de los pueblos. Está por llegar, por fin, el Mesías desde antiguo esperado por el pueblo de Israel, por ti, María, y tu familia, y tu gente, el anunciado por los profetas, el prometido por Dios a Abraham, a Isaac, a Jacob, a David… El ángel lo dice claramente: “le llamarán Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32). Y tú, María, comprendes el misterio de elección del que eres objeto. Exclamarás dentro de poco ante tu prima Isabel: “Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como había anunciado a nuestros padres— en favor de Abrahán y de su linaje por los siglos” (Lc 1, 54-55). Acudiendo a ella, el Señor (Adonai) ha acogido las plegarias de Israel, y de su respuesta dependerá el destino de la humanidad. “No temas, María…”

En la imagen del mosaico el ángel Gabriel se dirige a María mientras con sus manos descorre y abre el velo del Santuario. En la Tienda del encuentro, desde los tiempos de Moisés, y posteriormente en el Templo de Jerusalén construido por Salomón, el “Santo de los Santos” era el espacio más sagrado, donde se hallaba y se adoraba la Presencia de Yahvé, lugar en el cual se custodiaba el arca de la Alianza. Lo protegía un velo de color púrpura. En el mosaico que contemplamos, el velo es representado “como las cortinas de una tienda, el ángel abre el rollo de la Escritura, llevando a plena luz lo que está contenido desde el principio”. (Centro Aletti, Mosaicos de la Madre de Dios) El Altísimo, el Hijo de Dios, anunciado por los profetas, será pronto visibl e,su Cuerpo es tejido en el seno de María, casa de Dios, “donde los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). María es el arca en quien el Padre deposita en custodia la Nueva Alianza, en el cuerpo y la sangre de su Hijo. “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14). El mosaico nos muestra a María, vestida de azul -color de la humanidad- cubierta con un manto rojo púrpura, color de la divinidad, color del velo del templo. El seno de María, nuevo Sancta Sanctorum se abrirá para acoger al Santo, el Verbo, el Hijo del Padre.

Mientras la Palabra desciende sobre Ella, sus manos sostienen un ovillo de lana roja. Los orientales han llamado a esta imagen de María “la Tejedora”. En su seno ella le teje el vestido de carne -la naturaleza humana- a la Palabra, mientras Él ha tejido para ella el vestido de gloria con el que ha sido revestida, aquel mismo vestido de gloria y santidad del que se encontraron despojados Adán y Eva tras el pecado, cuando se encontraron desnudos. El ángel entró y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Más adelante, le repetirá: “no temas, María, porque has hallado gracia ante Dios” (Lc 1, 30). En la poesía de amor de los semitas, “hallar gracia ante alguien” significa “gustar a alguien”, y también “que alguien se siente a gusto con nosotros”. El ángel te decía cuánto le agradabas a Dios, qué bella eras a sus ojos. ¿Te alegraste, María? A Isabel se lo dirás. Ya lo hablaremos más adelante.

Tus oídos están cubiertos por el manto que te recoge en la intimidad de la escucha. Tus ojos cerrados indican la oración profunda en que el llamado de Dios te encuentra sumergida, la mirada vuelta hacia el interior donde el Espíritu se derrama y todo sucede. “Vino a los suyos, mas los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; estos no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios”. Cristo, el Hijo del Padre, nacerá de María en la carne. María, doncella de Nazareth, renacerá en Cristo a una nueva vida, la de los hijos de Dios.

La cabeza inclinada en gesto de vaciamiento, de abandono al querer del Padre, de acogida incondicional y amorosa, expresa tu humilde y gozoso asentimiento: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Por eso le agradas tanto a Dios, por eso se ha sentido a gusto contigo. Porque le has hecho espacio. Porque le has cedido el puesto y le has prestado toda tu persona con alegría para ser su casa, su templo, su Madre y la primera de sus hijas. Porque has permitido que el Espíritu venga sobre ti para hacerte fecunda por la virtud del Altísimo. Incluso “algunos Padres afirman que este es el gesto de la virginidad. (…) La virginidad es la señal con la que se cede al otro el primer lugar: no soy el artífice de la vida, haz tú, Señor” (Špídlik-Rupnik, La fe según los iconos, 21).

Alcánzanos, Madre de Dios, esa virginidad del espíritu, esa pureza de corazón, de los hijos del Padre. Que nuestro corazón esté día a día dispuesto, en pobreza y libertad absolutas, a acoger su Palabra, que el Espíritu nos revista de Luz, y se encarne en nuestras vidas la Vida nueva que nos trae Cristo nuestro Salvador.