La Flagelación

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SEGUNDO MISTERIO

La flagelación

«Pilato entonces, tomó a Jesús y mandó azotarle». (Jn 19,1)

«[El pueblo judío] emitió un rugido como el león cuando atrapa a un cordero, Cristo. Y Pilato, satisfaciendo la voluntad del pueblo, mandó flagelar al Apacible…El Redentor aguantó el látigo; míralo desnudo, inclinado sobre una columna, quien con una columna de nubes había hablado a Moisés y a Aarón. El que había dado estabilidad a las columnas de la tierra, como dijo David, es atado a una columna. El que había indicado al pueblo el camino por el desierto, con una columna de luz que le precedía, es atado a una columna. La roca está sobre la columna y veo que la piedra de la Iglesia es partida, para que exulte Adán». (Romano el Cantor, Himno breve sobre la pasión de Cristo).

La flagelación cubre de heridas el cuerpo de Jesús. Junto a la traición de Judas, la cobardía de Pedro y el abandono de los apóstoles, todas las heridas abiertas en el corazón de la humanidad se hunden en el corazón del Hijo de Dios hecho Hombre. En su homilía del viernes santo de 1990, en plena guerra del Líbano, el padre Corbón predicaba a los fieles libaneses que le escuchaban: «Nosotros estamos siempre desconcertados y desamparados ante el sufrimiento y la muerte: lo mismo ante las menores contrariedades, nuestras debilidades, nuestros pecados, pero cuánto más ante la enfermedad, el envejecimiento, los duelos, las separaciones, las destrucciones, las ruinas, sobre todo las del corazón… Desde hace quince años hasta el día de hoy, día tras día, nos parece haber conocido todas las formas de angustia, todo lo que los humanos pueden inventar de inhumanidad, de perfidia, de bajeza, de cobardía, de orgullo, de violencia y de odio, y sin embargo… contemplando a Jesús, hoy, descubrimos que todos estos hematomas son sus llagas. Más aún: es el diluvio de barro, de muerte y de desesperación del mundo entero, desde el principio hasta el fin de la historia, lo que se abate sobre Cristo crucificado». (Jean Corbon, Cela s´appelle l´aurore…)

La vida hiende el corazón del hombre. Heridas encajadas en el corazón, antiguas o recientes, latentes o sangrantes, antes o después afloran a la superficie y sangran de nuevo cuando uno menos se lo espera. También por nuestra parte, de una u otra forma, nos hemos arriesgado a herir a alguien. Sufrimos al reconocer que ha sido precisamente a una persona querida, o a un desconocido inocente, de forma irreparable. Las palabras fueron pronunciadas, el golpe fue dado, la vileza cometida.

El perdón se hace necesario. Si nos detenemos en lo que nos han hecho sufrir, terminamos incubando amargos rencores y complejos de víctima que no llevan a ningún lado más que a hacernos sentir cada día más desgraciados. Si nos detenemos en lo que hemos hecho sufrir a otros, el sentimiento de culpa puede llegar a hundirnos y hacernos desesperar. Perdonarse a sí mismo es muchas veces más difícil que perdonar a quien nos ha ofendido. Es lo que le sucedió a Judas. Pero en ambos casos la trampa es la misma: tanto el victimismo como la culpa son sentimientos autorreferenciales. Sentimientos exigentes, opresores por naturaleza. Sentimientos que parten y terminan en uno mismo. Y el otro, sea el ofendido o el ofensor, no aparece en ellos más que como camino para terminar encerrados en nosotros mismos.

En el mosaico que contemplamos, vemos a Cristo junto a la columna, dispuesto a ofrecer su cuerpo voluntariamente a los golpes de los soldados que cumplirán las órdenes de Pilatos. El cruce de miradas nos lo dice todo: Jesús se ofrece también por ellos. Sus ojos bondadosos regalan el perdón incluso antes de haber recibido el primer golpe. Los soldados escrutan su rostro: tal vez algún día su memoria habrá regresado al perdón recibido, y en lugar de culpa, su corazón arrepentido se llenará de un gozo indecible por la experiencia de la misericordia de un Dios que asumió sobre sí su pecado.

Perdonar implica volver la mirada hacia el otro, despegándola de sí mismo. Perdonarse implica volver la mirada hacia el Salvador que nos mira, hacia el Médico que nos sana con su propia vida donada. Las heridas dejan una huella, a veces profunda, pero no condicionan la libertad del hombre ni la posibilidad de vivir en el Espíritu Santo una vida nueva. Hemos sido redimidos, esto es sanados por Cristo.

«El pecador ya no debe buscar el pecado allí donde lo ha cometido o en su memoria, sino verlo sobre la cruz de Aquel que lo tomó sobre sus hombros. Cuando llega a ver la ternura de la mano del Salvador que toca la herida y la carne doliente del pecador y cuando se concentra en el rostro de Aquel que asume el pecado, el pecador comienza a sanar. Su memoria se libera del pecado y se concentra sobre el Salvador y su cruz». (Centro Aletti, Via Crucis)