CÁNTICO DE LA VIRGEN MARÍA: «Magníficat» (Lc 1, 46-55)
46 Proclama mi alma la grandeza del Señor,
47 se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
48 porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
49 porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
50 y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
51 Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
52 derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
53 a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
54 Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
55 -como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
Catequesis de Juan Pablo II
6 de noviembre 1996
1. María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el júbilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia.
Con la expresión Magníficat, versión latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los más nobles deseos del alma humana.
Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,46-48). Probablemente, el término griego está tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1 S 1,11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.
2. Las palabras «desde ahora me felicitaran todas las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1,45). El cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.
3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,49-50).
¿Qué son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.
En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1,37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.
4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53).
Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater, 37).
Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.
5. Por ultimo, el cántico exalta el cumplimiento de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1,54-55).
María, colmada de dones divinos, no se detiene a contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.
El Magníficat, inspirado en el Antiguo Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.
15 de febrero de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
1. Hemos llegado ya al final del largo itinerario que comenzó, hace exactamente cinco años, en la primavera del año 2001, mi amado predecesor el inolvidable Papa Juan Pablo II. Este gran Papa quiso recorrer en sus catequesis toda la secuencia de los salmos y los cánticos que constituyen el entramado fundamental de oración de la liturgia de las Laudes y las Vísperas.
Al terminar la peregrinación por esos textos, que ha sido como un viaje al jardín florido de la alabanza, la invocación, la oración y la contemplación, hoy reflexionaremos sobre el Cántico con el que se concluye idealmente toda celebración de las Vísperas: el Magníficat (cf. Lc 1,46-55).
Es un canto que revela con acierto la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían «pobres» no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora. En efecto, todo el Magníficat, que acabamos de escuchar cantado por el coro de la Capilla Sixtina, está marcado por esta «humildad», en griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza concreta.
2. El primer movimiento del cántico mariano (cf. Lc 1,46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona: «Mi alma… Mi espíritu… Mi Salvador… Me felicitarán… Ha hecho obras grandes por mí…». Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre del Señor.
La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su «fiat» y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.
3. En este punto se desarrolla el segundo movimiento poético y espiritual del Magníficat (cf. vv. 51-55). Tiene una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia: «Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel».
En estas siete acciones divinas es evidente el «estilo» en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento: se pone de parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan «los soberbios, los poderosos y los ricos». Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: «Los que le temen», fieles a su palabra, «los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo», es decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son «pobres», puros y sencillos de corazón. Se trata del «pequeño rebaño», invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12,32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con amor a Dios.
4. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran doctor de la Iglesia: «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios… El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas» (Esposizione del Vangelo secondo Luca, 2, 26-27: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).
En este estupendo comentario de san Ambrosio sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras: «Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios». Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo.
Comentario del Cántico de la Virgen María: «Magníficat» (Lc 1, 46-55)
Por el Card. Carlo M. Martini
Ante un himno tan rico, instintivamente tratamos de dividirlo y descubrir en él una estructura, al objeto de comprenderlo mejor. Sin embargo, los exegetas tropiezan con grandes dificultades y discrepan entre sí, porque, aunque parece un himno muy simple, en realidad es casi inasible; de hecho, es bastante complejo, a veces hasta ligeramente tosco en la forma, y no sigue unas reglas que permitan descomponerlo con nitidez.
En conjunto, parece un salmo de alabanza semejante a otros del Antiguo Testamento, por ejemplo: «Aclamad, justos, al Señor, / que merece la alabanza de los buenos. / Dad gracias al Señor con la cítara, / tocad en su honor el arpa de diez cuerdas, / … que la palabra del Señor es sincera» (Sal 32,1-2.4). Pero quizá más afín aún al Magníficat sea el Salmo 135: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (v. 1).
En cualquier caso, hay en el Magníficat algo más complejo que un salmo, algo misterioso; ni siquiera está claro que sea un himno de alabanza por un nacimiento o por una concepción extraordinaria. En este sentido, se asemeja al cántico de Ana (1 S 2,1-10), que exalta los grandes cambios realizados por Dios en los acontecimientos históricos, en las situaciones humanas, sin aludir -como sería de esperar- a la experiencia de la maternidad, a la experiencia del embarazo o del parto. Manteniéndose en lo genérico, tiene la ventaja de poder aplicarse a múltiples situaciones.
Los diversos intentos de dividir el himno coinciden al menos en reconocer en él dos grandes partes, aunque no claramente distintas, que tienen en su centro la acción de Dios.
La primera parte (vv. 46b-49) se caracteriza por las partículas «mi» y «me», que se refieren a la persona que canta: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, / se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; / … Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, / porque el Poderoso ha hecho grandes cosas en mi favor».
La segunda parte evoca la historia de Israel o, mejor, las grandes actuaciones de Yahvé en la historia de la salvación, y comienza en el v. 50: «Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Sigue a continuación el recuento de los grandes hechos realizados por el Señor: «Él hace proezas con su brazo: / dispersa a los soberbios de corazón…», que termina con el v. 55.
Ésta es, pues, la estructura global, que subraya las intervenciones divinas en una sola persona, y después en la historia en general, concretamente en la historia de Israel.
Las sutilezas exegéticas tratan de determinar cuál es el versículo concreto que sirve de separación: un análisis reciente y muy detallado del texto insiste en el v. 49b: «su nombre es santo». En la santidad del nombre, entendida como poder, se resumiría la acción de Dios con María y la acción de Dios en favor de la humanidad.
En cualquier caso, permanecen abiertos muchos problemas de interpretación sobre un texto tan simple. Por ejemplo: ¿qué significan todos los verbos en aoristo indicativo griego? «Mi alma engrandece al Señor» va en paralelo, curiosamente, con el aoristo «y mi espíritu se alegró», aunque suele traducirse por el presente «se alegra». El problema lo plantean, sobre todo, los aoristos siguientes: «Se fijó en la humillación, hizo grandes cosas, su brazo intervino con fuerza, desbarató los planes de los arrogantes, derribó a los poderosos, encumbró a los humildes, a los hambrientos los colmó de bienes, a los ricos los despidió, auxilió a Israel». ¿Son acontecimientos que pertenecen al pasado? ¿Se trata de un aoristo gnómico, que expresa una acción pasada que continúa (lo constante del proceder de Dios), por lo que se traduce entonces por un presente? ¿O se trata, quizá, de aoristos incoativos que indican que el Señor seguirá realizando las maravillas que ha comenzado a hacer en María? Otros autores invocan el paralelismo con el perfecto profético hebreo, que es un modo de hablar del futuro.
He querido únicamente apuntar las dificultades de la traducción. Lo que queda claro es que los primeros versículos se refieren a experiencias vividas por María, y los otros a la acción de Dios, probablemente una acción pasada en favor de Israel y que está indicando su actuación futura. María relee la historia de la salvación a partir de su experiencia personal, que le permite comprenderla de una nueva manera.
Me parece que ésta es una anotación de gran fuerza psicológica, porque nos ayuda a cantar el Magníficat cuando experimentamos en nosotros mismos algo verdadero y auténtico, algo que nos permite, a la luz de la fe, recobrar el sentido salvífico del pasado y la esperanza del futuro. Se trata de un elemento particularmente importante para orientar nuestra oración y nuestra vida.
Otro aspecto discutido del himno son las contraposiciones de la segunda parte: ha desbaratado los planes de los arrogantes, ha derribado a los poderosos, ha encumbrado a los humildes, ha colmado a los hambrientos, ha despedido de vacío a los ricos.
¿Qué significan los arrogantes, los poderosos, los pobres, los hambrientos, los ricos? Algunas interpretaciones insisten más en las dimensiones interiores, y otras en las históricas, reales y concretas, como es el caso de la llamada teología de la liberación, que apela a Dios como Aquel que echa por tierra las categorías sociales. De hecho, teniendo en cuenta la historia de Israel, ambas interpretaciones son válidas.
Personalmente, yo prefiero poner de relieve la afinidad con las bienaventuranzas de Lucas: dichosos los pobres y los hambrientos; ¡ay de vosotros, los ricos!… Se habla tanto de categorías sociales como de actitudes del corazón, indicando cómo todo cuanto Dios realizó en el Antiguo Testamento, dispersando a los poderosos y a los prevaricadores y defendiendo a sus pobres y a sus humildes, lo seguirá haciendo en la Nueva Alianza a través de la acción regeneradora de Jesús.
Se trata, por tanto, de una síntesis de la historia, que sirve de prólogo al Evangelio.
MEDITACIÓN
Con los escasos indicios que nos proporciona la lectio podemos comprender la riqueza de la oración del Magníficat, que podría ser analizada palabra por palabra, verificando las referencias bíblicas al Antiguo y al Nuevo Testamento, para saborearla en toda su profundidad teológica y espiritual.
Para la meditación propongo algunos puntos que sirvan para interiorizar dicha oración, y me fijo especialmente en cinco expresiones que podéis contemplar después ante la Eucaristía.
1. El culmen de la libertad humana
Dichosa tú por haber creído (Lc 1,45). Vinculando esta expresión de Isabel dirigida a María con la de Jesús dirigida a Tomás «dichosos los que crean» (Jn 20,29), vemos cómo esta bienaventuranza, que interesa a toda la humanidad, designa el culmen de la libertad humana: es dichoso y feliz y realiza el designio de Dios quien alcanza la plenitud de su vocación. La libertad humana está hecha para la fe, en la que obtiene su perfección y su culminación.
Profundizando en los versículos de Lucas y de Juan, podemos afirmar que la libertad humana se verifica entrando en una relación de confianza con los demás y entregándose a ellos, y se deteriora cuando se encierra en sí misma. La libertad no es calculadora (do ut des), sino que se realiza en el amor, que exige siempre gratuidad. Y sólo Dios es merecedor de un abandono y una confianza sin condiciones ni límites, porque en Él la libertad humana puede realmente expresar por completo su voluntad de entrega. Pero la fe desnuda e incondicionada se purifica a través de la «noche de los sentidos y del espíritu», esa noche magistralmente descrita en las obras de san Juan de la Cruz y en la experiencia de santa Teresa de Jesús.
El hombre se salva, no simplemente obedeciendo a una ley exterior, sino amando, entregándose y creyendo en Dios. María, dichosa por haber creído, es figura antropológica de la vocación humana a la felicidad.
2. Oración de alabanza
Proclama mi alma la grandeza del Señor (v. 46). San Ambrosio, que en su comentario a Lucas escribe: «Esté en cada uno de nosotros el alma de María para glorificar a Dios», nos recuerda que el agradecimiento es la primera expresión de la fe. No lo son, en cambio, la lamentación, la crítica, la amargura, la autocompasión ni el derrotismo, que son actitudes de falta de fe, porque la verdadera fe prorrumpe espontáneamente en la alabanza y el agradecimiento. Alabanza por todo cuanto Dios realiza en nosotros y en el mundo; agradecimiento al reconocernos agraciados y al tomar conciencia de que la misericordia divina «se extiende de generación en generación». Es una invitación a confesar que también muchos discursos eclesiásticos, por así decirlo, muchas recriminaciones y muchas amarguras son fruto de una fe empobrecida.
3. Los ojos de la fe
Ha hecho obras grandes en mi favor (v. 49). Nos preguntamos: ¿cuáles son esas obras grandes? Seguramente María puede intuirlas, por la fe, en el pequeño germen de vida apenas perceptible que lleva en su seno; sin embargo, desde el punto de vista humano no es un hecho extraordinario. Es la fe la que le hace descubrir realidades grandes en cosas pequeñas, realidades definitivas en hechos incipientes, realidades perennes en las realidades efímeras. Mientras que la poca fe nunca está contenta ni satisfecha y querría siempre ver más, la fe verdadera está contenta y reconoce en los más insignificantes signos el poder de Dios.
4. No se encogerá el brazo de Dios
Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación (v. 50). María expresa aquí su fe en la certeza de que no sólo en el pasado y en el presente, sino que tampoco en el futuro decaerá la misericordia del Señor ni se encogerá el brazo de Dios.
Muchas veces hablamos como si la misericordia del Señor se hubiese detenido en los tiempos más gloriosos del cristianismo y no abarcase también a nuestras generaciones. Querríamos retroceder cincuenta años atrás, cuando la gente frecuentaba las iglesias, a la vez que nos asalta la duda y el temor de que el Señor se haya alejado de nosotros. Sin embargo, María proclama «su misericordia de generación en generación». Por otra parte, debemos reconocer que, si miramos a nuestro alrededor con los ojos sencillos y limpios de la fe, podemos percibir la misericordia de Dios en favor nuestro y descubrir a veces sus signos sensibles.
Reflexionaba yo estos días sobre las figuras significativas con que el Señor ha regalado últimamente a la Iglesia local de Milán: (…). Son personas que han sido conocidas y tratadas por muchos de nuestros fieles.
El Señor continúa, pues, actuando, y sólo la fe puede hacernos conscientes de su cercanía y de su presencia.
5. Dios cuida de su pueblo
Ha auxiliado a Israel, su siervo (v. 54). Cuidó -paidòs autou- de su hijo y siervo Israel, como cuidó de María su sierva («se ha fijado en la humillación de su esclava»).
El verbo «cuidar» aparece en otros pasajes del Nuevo Testamento: «El Espíritu cuida de nuestra debilidad» (Rm 8,27); «No cuida de los ángeles, sino de los hijos de Abraham» (Heb 2,16). La solicitud por Israel es, por consiguiente, una característica de Dios: lo fue, efectivamente, en los momentos dramáticos del pueblo hebreo a lo largo de los siglos, y no ha decrecido. Por eso debe ser también una característica propia de todos cuantos sienten como María y con María; y por eso la relación con Israel es una importante y valiosa piedra de toque en la vida de la Iglesia: como el Señor cuida de Israel su siervo, también la Iglesia y la humanidad deben cuidar de él, deben seguir expresando de algún modo el amor de Dios a ese pueblo, a pesar de todas las dificultades y hasta malentendidos que ello pueda acarrear. La relación del Señor con Israel está inequívocamente en el corazón mismo del Magníficat, al que hay que acudir para reflexionar sobre sus terribles destinos históricos sucesivos.
«María, hija de Sión, Madre de Jesús y de la Iglesia, concédenos entrar en el misterio de tu fe y de tu alabanza y percibir cómo miras a tu pueblo, a la humanidad y a la historia».